Lanzar expresiones de denuncia en redes sociales por corrupción, abuso de autoridad, acoso sexual, abuso de poder, entre otras, requiere una valentía admirable. Incluso, demanda de cierto grado de actitud de mártir.
La forma como se reciben las denuncias son tan diversas que ni la proyección más detallada permite pronosticar cuáles serán las respuestas posibles: algunos afirmarán que son expresiones temerarias; otros que se hacen con el propósito de sacar ventajas políticas; no faltará quienes ahondando en lugares casi insondables, dirán que quien denuncia tiene problemas de orden psicológico. Otro tanto, por extensión, dirán que si el director de una entidad cometió un delito, todos los funcionarios de la misma son participes.
Ahora, también hay quienes hacen de la denuncia en redes sociales una actividad de cotidianidad y de lamento frente al mundo sin mayor matiz. Hay quienes dicen que todos los políticos son corruptos, también se puede escuchar decir que todos los políticos de derecha son mezquinos y violentos; o que la izquierda se siente superior moralmente e incluso que es igual de violenta que la derecha. Puede leerse además que las mujeres son exageradas en sus reclamos o también que todos los hombres tiene un adn cultural que los hace proclives a la violencia contra la mujer. Las redes sociales son una invitación permanente a que se diga de todo y contra todo.
Esa posibilidad en sí misma no es buena ni mala, pero sí impone la necesidad de asumir las eventuales consecuencias: hacer una denuncia en redes sociales puede generar que ella se instale como un murmullo en el que los hechos pierden importancia y el efecto mediático se convierta en lo más relevante. En tal contexto, denuncias de suma importancia terminan naufragando en el mundo mediático y fracasando en propósitos urgentes, entre ellos, la transformación de ciertas prácticas que consideramos inaceptables.
Aunado a todo lo anterior, todas esas generalizaciones propician, a mi juicio, otro problema de mucha gravedad: soslayan, limitan y censuran la posibilidad de pensar el detalle, el margen, lo que se oculta en tal generalización. Además, lo más problemático que genera, es una clase de dispositivo de censura que impide pensar por fuera de los marcos de sentido que se imponen en las redes sociales y algunos esquemas de pensamiento, situando como un hereje a quien se atreve a poner en cuestión un tema, digamos, en un orden metadiscursivo.
Hoy en este artículo, me propongo ser un hereje y además quiero atreverme a ser un insurgente frente a ese dispositivo que se está consolidando para imponer la idea de que ante la insuficiencia de los sistemas institucionales para atender las denuncias de violencia de género, lo que único que queda es el escarnio por redes sociales, el repudio social y le mediatización de algo tan importante como lo es desandar las prácticas machistas y patriarcales de nosotros los hombres.
Ciertas formas en que se manifiesta el dispositivo de interpretación de la problemática de la violencia de género, entendido como ordenamiento previo que ha construido una forma de pensar y hablar sobre tales denuncias, ha sido cooptado por las formas tradicionales de reaccionar frente a las conductas reprochables: populismo y retribucionismo punitivo, justicia por mano propia y la idea que indica que la única forma de reprochar las conductas que no queremos aceptar socialmente requiere infligir dolor sobre el trasgresor.
Ello me lleva a concluir que tales formas de concebir el reproche a la violencia de género están replicando problemas persistentes de la política criminal que ha tomado la senda del punitivismo y retribucionismo bien sea institucional o parainstitucional. También puede suceder que no han pensado con la profundidad necesaria la forma como se quiere impactar, desandar y trastocar las prácticas machistas; asunto último que debería ser la prioridad.
Legitimar el linchamiento social y mediático ante la ineficiencia y dificultad probatoria en algunas denuncias que envuelven violencia de género tiene al menos tres inconvenientes que amerita reflexionar:
- El retribucionismo punitivo, bien sea institucional o no, sugiere que hay que infligir el mismo dolor al trasgresor que el recibido por la víctima con el fin de lograr “justicia” y persuadir que no se repitan las conductas. Según este argumento que se funda en una justificación retributiva y sigue una impronta kantiana que dice que hay que hacer justicia aunque perezca el mundo, la justicia es dolor y el escarnio social hace que se desestimulen las prácticas que queremos reprochar.
Ya bastante se ha dicho acerca del castigo sobre el cuerpo, pero en este momento me interesa resaltar que basta con mirar un par de siglos atrás para advertir que esa idea de castigo no ha desestimulado las prácticas delictivas y por el contrario, se ha advertido que el reproche social basado en el dolor no aporta nada en el fin de construir una comunidad en diversidad pues reproduce la lógica de amigos y enemigos.
En el caso que planteo, tal actitud impide que los hombres se reconozcan como trasgresores.
- Otro tanto hay que decir sobre la justificación del linchamiento social y mediático cuando se considera que la instancia institucional es ineficiente. El mismo argumento se ha enarbolado por algunos sectores para justificar la justicia por mano propia y repeler las agresiones injustificadas.
Y aunque la comparación es odiosa comparten algo en común: además de que no desestimula la práctica social que se reprocha, sirve para exacerbar los anhelos de venganza, desinstitucionaliza las precarias virtudes del sistema judicial y permite que la sanción se haga con fundamento a las proporciones que cada juzgador estime, es decir, se abre paso a la arbitrariedad del reproche.
- Por último y a mi juicio lo más importante, dicha ruta de linchamiento propicia algo que es una contradicción conceptual con la filosofía de género, esto es, sedimenta prácticas donde se banalizan los dispositivos más reaccionarios de nuestra sociedad.
Ello se complementa con lo siguiente: la mediatización ayuda a que se dejen de lado los hechos, para imponerse exclusivamente los marcos o dispositivos de comprensión individual, rompiendo algún asomo de construcción colectiva y deliberada: es la máxima expresión y oda al dogmatismo.
Aunque parece obvio, quisiera aclarar que el presente escrito no es una invitación al desestimulo a las denuncias y mucho menos a no darle publicidad al tema del acoso. Pretendo sí, propiciar una reflexión a que la publicidad se aleje de patrones mediáticos que ahondan la grieta y que impide desandar las prácticas machistas. Brevemente, creo que dar paso a espacios de justicia restaurativa y comunitaria que cumpla la finalidad pretendida puede ser una ruta a explorar.
Desandar las prácticas y dispositivos machistas no se logra con el murmullo de redes que lo único que hace, como suele pasar con la justicia por mano propia, es exacerbar los anhelos de un escarnio público, desinstitucionalizado, con las proporciones que cada juzgador estime y lo más grave, sin trastocar estructuralmente las prácticas que se reprochan.
Me niego a creer que siendo la filosofía de género una corriente de pensamiento que por definición es trasgresora, incómoda –en el buen sentido de la palabra- y crítica del poder, se estanque en la lógica de la ley talión para repudiar conductas que queremos que dejen de suceder. Estoy seguro que tienen mucho más que enseñarnos de lo que ya han hecho.