Después de cualquier experiencia, inexorablemente quedan los recuerdos de momentos que naturalmente no se pueden revivir, así como el agua del río no puede volver a estar donde antes estuvo.
Al regresar al país, comienzan las incómodas comparaciones: Que el costo de esto, que la facilidad de hacer aquello, que los amigos con los que hacía eso otro. Se regresa a enfrentar la misma realidad que se dejó antes de la experiencia Erasmus, los mismos titulares, los mismos problemas, las mismas calles. Llega para muchos la sensación de no sentirse plenamente en casa una vez de regreso, una sensación de vacío que al parecer, solo se llena volviendo a la universidad, a la ciudad, al país que acabamos de abandonar.
Para muchos la etapa Post-Erasmus significa pasar de una situación de excelente calidad de vida, a otra no tan óptima. Aquí se desata aquel sentimiento que puede ir mucho más allá de la nostalgia, para convertirse en depresión.
En mi caso, pensé que así sería. Aunque suene pretencioso, vine preparado para los atracos, para los problemas que siempre se viven en el Caribe Colombiano. Pero a las pocas horas de estar de regreso, luego de veinte meses de abandonar el Trópico, me encuentro con un sentimiento patrio absolutamente renovado, con un orgullo nacional potencializado.
Antes no valoraba lo que tenemos, nos hemos acostumbrado a vivir en un paraíso y hemos depreciado su valor. Las gentes del Caribe sonríen sin hipocresía, con megáfonos naturales. El costeño te da los “buenos días” así no te conozca; incluso para un daltónico como yo, salir a las calles significa apreciar que cada quien tiene su color, los mezcla, los crea. Las frutas de aquí son más vivas, saben mejor, no tienen etiquetas.
Por supuesto que al leer la prensa o ver noticieros aparecen los problemas, pero también viví en Europa los problemas de terrorismo, de los naufragios, de la corrupción, de la desunión, de los refugiados… La diferencia de conocer las noticias de allá, y las de acá; es que en Macondo la gente decide ser feliz.
Veo cómo el costeño hace amigo al extranjero. Veo cómo se baila mejor y muchos más ritmos. Veo cómo ante las inundaciones en Santa Marta, hay gente que se lo goza, mientras al otro lado del Atlántico, la misma situación volvía rígidos todos los rostros de la calle.
Aquí la vida no es a escala de grises; los bebés se hacen más en las camas; las celebraciones se sienten más en el corazón que en el bolsillo; las pieles no son comparadas ni rechazadas; los acentos nos enorgullecen, más no son discriminados.
Un día, en un camino normal, en muy poco tiempo, vi más personas sonriendo que durante todo un mes en aquella ciudad en la que vivía. Para aquellos que dirán que allá hay mejor calidad de vida, que las personas sí se preocupan por mejorar… No voy a refutar, porque es cierto. Pero si alguien ha de sentir depresión de irse de algún sitio, es el extranjero que se va del Caribe.
Cuando ellos regresen no van a ver tantos ríos, tantos niños bailando, tanta mamadera de gallo, tantas mujeres bonitas, tantos colores diferentes. Aquí, cualquier día se puede disfrutar el agua del mar, allá solo lo pueden hacer en verano. El Caribe Colombiano es una terapia para el alma; como dice Abad Faciolince: “Si te vas te marchitas, si vuelves resucitas”.