Se dirige a la oficina como si tuviera cola de pavo real, pero sin tantos destellos ni tornasoles. Él, tan convencido de sus atracciones, cree que todos lo observan con alelamiento cuando discurre por pasillos, asciende escaleras (cuando no sube en el ascensor exclusivo de ejecutivos), penetra en su despacho y pide café a la secretaria. Y aunque tiene pinta de buen parecer, barba cerrada, mentón cuadrado y ondulaciones en su cabello castaño, él se da ínfulas de galán de cine, porque, aunque no lo ha dicho en voz audible, lo han visto muy pegado a espejos, que tanto se gusta a sí mismo que puede ser una versión capitalista de Narciso.
Se siente como parte de los dueños de la empresa, sabe que debe defenderlos y que cualquier muestra de desobediencia o de búsqueda de mejoramiento de un trabajador (“de un colaborador”), más si va conectada con organizarse en colectividades reivindicativas, puede ser vista como una falta a la lealtad, o una peligrosa muestra de inconformismo cerril. Y pone, entonces, a sabuesos que están a su servicio incondicional, como parte de un engranaje de controles y vigilancias.
Todas sus gesticulaciones y sonrisas son estudiadas. Puede ser un maestro del cálculo. Así como viste con camisas finas, corbatas importadas y calza zapatos brillantes, los viernes llega con ropa de informalidades, camiseta tipo polo de moda y zapatillas deportivas. Siempre está perfumado y sus movimientos, por ejemplo si se va a sobar las mejillas, parecen entrenados. Cualquiera supondrá que pasa mucho rato junto a tocadores y roperos antes de su salida hacia el trabajo. Usa, a veces, pañuelos de colores en punta en el bolsillo superior de la chaqueta. Las mancornas doradas le dan aire de impecabilidad.
Es un experto en jornadas laborales, en disminuir horas extras, en hacer seguimientos a ciertos procesos, más que todo de ingeniería industrial y controles de calidad. Aconseja a los empresarios que recorten personal y sean más exigentes. “Nada de bonificaciones”, ha dicho. Y solo hay que pagar salarios y prestaciones de ley. Es un legalista, pero, a su vez, un sujeto que, con sus disimules de dientes para afuera, sus aparentes amabilidades de carácter táctico, puede señalar sin dolor quién dejará de pertenecer a la compañía.
Extraño ha parecido a algunos empleados, que, cuando el tipo se queda en la oficina al mediodía, almuerce en el restaurante común, siempre acompañado de un trabajador de producción. Puede ser una conveniencia para que su imagen no sea conectada con elitismos, o un desliz paternalista, pero, se ha rumorado, se trata de una posibilidad de informarse sobre asuntos internos. Quién quita.
Cada vez que un trabajador es despedido, casi siempre sin justa causa, se arman corrillos y las palabras de desconcierto recorren cubículos y zaguanes. Se va formando una riada de susurros y temores, porque, como se sabe, en estos tiempos de ganancias exorbitantes y crisis sobrevaloradas, tener un empleo es casi un milagro. Es lo que se desea hacer creer. Y el jefe de personal sabe y aprovecha la situación. Así que quiere, aunque intente disimularlo, que lo obedezcan sin chistar, sin regañadientes. Se ha sabido ya, en el caso de un trabajador muy antiguo, que le ha contestado, como si hubiera leído un cuento de Melville, que él preferiría no hacer lo que se le ha mandado, y que a veces, más que como una orden el señor de los recursos humanos suelta como una suerte de invitación. “No, preferiría no hacerlo”, le contesta con rictus burlón y seguridad en las palabras el hombre que sabe que todavía no lo podrán botar.
El jefe de personal, un tipo que quiere hacerse notar con base en el temor que puede inspirar, sobre todo a aquellos que consideran que el mundo termina en esa empresa, es un defensor de intereses ajenos. Para eso le pagan. O tal cosa ha dicho, porque son los dueños quienes lo contrataron y no los trabajadores. Sabe que no debe amistar con sus subordinados y, por lo demás, todos lo deben tratar de doctor, aunque no lo sea.
Su desventura aparente radica en las malquerencias. Por su manera de ser, porque a veces ni saluda en sus recorridos por ámbitos de la empresa, no recolecta simpatías. Sin embargo, lo dicen en voz baja, hay una que otra trabajadora que suspira por sus efluvios de fragancias distinguidas y costosas. Y porque se manda su chic, su toque de dandismo. En otros tiempos, cuentan los más viejos, había una mujer en ese cargo, cuando todavía el mundo de las relaciones laborales no era una prolongación de despotismos y extorsiones. “Era una madre”, recuerdan, con aire de pesar por su ausencia.
Las nuevas maneras de la administración, más deshumanizadas, alejaron a aquellos jefes de personal, como la señora de marras, que muchas veces —según los registros de la memoria— se ponía del lado de los que solo eran poseedores de su fuerza de trabajo, como lo diría un sindicalista. Tiempos que ya no son. Ahora, el jefe, de poses fatuas y pinta de filipichín, es un técnico muy experto en medir productividades y reducir personal. Llegará el día en que una máquina lo reemplace. O, por qué no, según una aspiración subterránea, en que lo arrojen de patitas a la calle