Al Marino

Nací en 1981, en el seno de una familia obrera. Los primeros recuerdos que logro tejer eran muy tranquilos, entre juegos con mi hermano y visitas a la vereda Salinas del municipio de Caldas, donde residían mis abuelos paternos. Sin saberlo, y aunque de manera humilde, fue una época muy afortunada.

A medida que sumaba abriles en mi vida, fui conociendo de primera mano las realidades que estaban a mí alrededor, como la pobreza, el mal sistema educativo y mis quebrantos de salud. Pero finalizando aquella década conocí el miedo. Fue de noche y aunque temía a todas las criaturas maléficas de las películas,  en aquella ocasión sentí el silencioso caminar de la muerte por la cuadra donde muchas veces jugué. Aquel sábado, llegando a las diez de la noche, comenzaron las detonaciones. Al principio pensé que era pólvora, pero los gritos despavoridos de mi mamá comenzaron a confundir más el panorama.

A medida que las ráfagas aumentaban, el tiempo se detenía y mi curiosidad me arrojó a la ventana más cercana. Allí, entre lágrimas de desespero y un fuerte tirón a mi mano derecha por parte de mi madre, comprendí que en esa calle donde pasé la mayor parte de mi niñez la muerte también tenía su espacio. Ella se encarnaba en las balas que salían de las subametralladoras y las escopetas que, cuatro casas más arriba, recibía una puerta muy parecida a la de aluminio que con orgullo ostentaba el frente de mi casa.

Debajo de la cama y con el corazón acelerado, escuché frenar a un carro. No supe si llegó a rescatarnos, pero tras su llegada los disparos fueron interminables. Luego el sonido de las motos en franca huida y un silencio sepulcral anunciaron el fin de mi inocencia. Nadie se atrevía a salir, pues el olor a pólvora y miedo que había dejado semejante balacera aterraba al barrio. “¡Lo mataron, lo mataron!”, gritó un vecino. Desesperados, pero sin abrir la puerta, nos enteramos de que un policía que había llegado en la patrulla murió en el fuego cruzado,  causado por el atentado ejecutado por sicarios del narcotráfico en  contra de un vecino que se atrevió a hacer negocios con el cartel de Medellín, su error fue creer que podía engañarlos para salir triunfante.

La calle, antes lugar de encuentro, se volvió peligrosa de día y de noche. Las mañanas eran para escuchar las noticias sobre los muertos y sus historias. Andar en Medellín era todo un desafío, no se sabía qué podía haber en cada esquina; una bomba, un sicario, un operativo de las fuerzas armadas donde cualquiera podía quedar entre los disparos. El tiempo transcurrió mientras los actores del cartel caían muertos. La vida prevaleció a pesar de los pronósticos y de la incalculable cifra de muertos, heridos y secuestrados.  Medellín y Colombia no cayeron al vacío y así se cerró un acto siniestro perpetrado en los años de la violencia del narcotráfico. Es un capítulo aciago de nuestra historia que aún factura muchos recuerdos. Hay heridas abiertas, pero también victimarios que tras varios años en la cárcel han salido a la luz. Es el caso de Jhon Jairo Velásquez Vásquez, alias “Popeye.

El mundo de hoy le abrió una ventana de expresión libre a través de las redes sociales, aquellas que el escritor Umberto Eco describió como «el sitio donde una legión de idiotas habla, sin dañar a la sociedad”. Esas redes lo han convertido en figura y un producto de las mismas,  situación que lo ha llevado a ser consultor del hampa. Sólo basta de una fuga, de un robo, de un asesinato o de algún acto de corrupción e inmediatamente los reflectores iluminan su figura.

De su arrepentimiento parte su figuración en las redes, el cual deja un tufillo de incredulidad al saber que se autodenomina como “El General de la Mafia”. En los últimos días las luminarias han vuelto a encenderse gracias a sus declaraciones a RCN Radio el 30 de junio de 2016, sobre una posible aspiración al Congreso con un discurso que él mismo denomina de ultraderecha, ideología que ha causado las peores tragedias a la humanidad, sobre todo a América Latina. La entrevista  (en la estación radial mencionada) tuvo la intención de hacerse al voto de opinión en un contexto donde las acciones llevarán al silencio de algunos fusiles y a la participación política a futuro de quienes han negociado la dejación de armas. Aquí la pregunta sería ¿valdría la pena el odio y la memoria a corto plazo como diferencia política? Ojalá todo haga parte de un chiste o de un comentario viralizado que llega a muchos, pero sin efecto en la realidad. La democracia no necesita de más pantano en su nombre.

El olvido es un arma poderosa porque tiene la facultad de debitarlo todo. Tal vez toda la polvareda que ha provocado Jhon Jairo Velásquez Vásquez sea tan pasajera como su boom comercial. Sin embargo, no hay que olvidar que él hace parte de una historia que necesita ser conocida para mirar hacia al presente, que tiene  pasajes dolorosos, violentos e irracionales donde Velásquez Vásquez y otros tantos figuran en tan oscuro capítulo de Colombia.

Detrás de las víctimas hay familiares, amigos y conocidos que siguen buscando respuestas al porqué la sevicia  del narcotráfico se llevó a sus seres queridos. La ciudad aún conserva las cicatrices que le causó el enfrentarse al cartel de Medellín. Youtube, Instagram, Facebook y Twitter le han dado a Jhon Jairo Velásquez Vásquez sus cinco minutos de fama y también le han servido para hacer todo tipo de declaraciones como: “con los políticos en Colombia, ser bandido es un honor” (Instagram 22 de junio), o en youtube donde ataca a la clase dirigente de Venezuela con frases como: excremento humano, ratas, corruptos, usted es una mierda ( video ¡¡ HUYEN LAS RATAS !! La TRAICIÓN de DIOSDADO a sus compinches), además  cita a fuentes militares que le suministran información sobre el contexto del país vecino . Cada día gana seguidores, así como detractores. De eso no hay duda. Pero la única forma de debilitar su figura mediática es ignorarle.

Juan Diego Cano Castañeda

Historiador de la Universidad de Antioquia, gestor cultural y actualmente profesor de cátedra del Politécnico Grancolombiano.