No sé sus nombres. Tampoco sé sus edades. No sé si eran católicos, judíos, musulmanes, protestantes o ateos. No sé. Solo sé que eran personas, 50 para ser más exactos. También sé que estaban celebrando la vida en el club nocturno Pulse de Orlando (Estados Unidos) junto a otras personas, cientos o miles. No sé.
Apenas me vengo a enterar de que a las 2:00 a.m. otra persona se les sumó a la fiesta. Pero no vino sola, llevaba dos armas de fuego y, al parecer, un aparato explosivo. Tras su intempestiva entrada tomó a los presentes como rehenes y la toma se convirtió en masacre. Una persona mató a otras 50. Minutos después esta persona fue asesinada por las autoridades. Las que lograron salir dijeron que las balas eran interminables, que sonaban como si nunca se fueran a acabar.
Leo los diarios que relatan lo sucedido. Me entero de que el atacante era un radical islámico y que días antes insultó a una pareja de homosexuales. También me entero de que algunas personas, dominadas por el miedo, celebraron la masacre en las redes sociales.
Lloro. Lloro por las 50 personas que cayeron en esta orgía de sangre, pero también lloro por la persona que les quitó la vida. Lloro por sus familias, lloro por los sobrevivientes. Lloro, es lo único que sé hacer después de enterarme de tanto horror.
De mis ojos salen 50 lágrimas y otra más resbala por mi mejilla. Estas lágrimas no son de un periodista de 27 años, católico y de clase media. No. Estas lágrimas son de una persona que, pese al odio imperante, ama a mujeres y hombres por igual.
Hoy lloro por estas 50 personas que fueron asesinadas por otra persona. Quizás en los próximos días sabremos sus nombres y edades. También, quizás, sabremos su pasado y todo lo que los hacía personas, si trabajaban o iban a la universidad, si vivían con sus padres o con sus parejas. Si eran de pocas o abundantes palabras, si preferían andar en carro o caminar, si preferían los días soleados o lluviosos. Quizás sabremos esos y otros detalles. Pero lo que sí sabemos, y eso es lo que más duele, es que estas 50 personas no podrán ser reemplazadas por nada, ni por nadie. Duele su ausencia, duele el odio con que fueron arrebatadas de este mundo.
Estas 50 lágrimas se multiplican por cien. Estas 50 lágrimas son de miedo, rabia y dolor. ¿Cuándo dejaré de llorar? No sé. Lo mismo me pregunté cuando lloré por las personas muertas en Bagdad, Damasco, Nueva York, Palestina, París y Tel Aviv. También por las personas que murieron en El Salado, Machuca, Segovia, la Comuna 13, el Parque Lleras o el Club El Nogal.
Tantas lágrimas en una vida tan corta. Al paso que vamos estas lágrimas no se detendrán, porque mientras sigamos caminando hacia atrás, como los cangrejos, el corazón no dejara de llorar. Duelen el alma y el cuerpo, todo. El dolor es mucho. Inmenso.
Comentar