Y usted, ¿qué les diría?

Hace 17 años Estados Unidos ,y parte del mundo conectado a CNN,  veían con horror como 2 estudiantes de último año de un colegio en Colorado desataban un acto premeditado, sistemático y metódico de muerte y destrucción sobre sus compañeros y profesores.  12 muertos, 21 heridos, 188 disparos -2 de los cuales terminarían destrozando los cerebros de los propios asesinos en el acto final de suicidio-, 99 artefactos explosivos y meses de preparativos pondrían al bachillerato de Columbine en el mapa de la violencia y de las preguntas.

La semana pasada pude ver una entrevista a la madre de uno de los dos asesinos de Columbine, Susan Klebold.  Más allá del dolor, las lágrimas y su recuento de aquel 20 de abril, me impactó escuchar su análisis –sin duda resultado de muchos años de reflexión y de cuestionamientos propios y ajenos- sobre las señales que ignoró o menospreció y anunciaban que algo andaba mal en la vida y en la cabeza de su hijo. Dylan, decía ella, había sido un niño cariñoso y tranquilo y luego un adolescente callado, buen estudiante y poco problemático.

En los días posteriores a la masacre hubo expresiones de dolor colectivo y solidaridad, pero también se desató una voraz cacería de “responsables”.   Aunque los tiradores se quitaron la vida, era necesario encontrar a los culpables en vida.  Los padres, los juegos de video, la música, las leyes permisivas, el bullying o matoneo, Hollywood y la prensa con su exaltación de los violentos.  De todos lados se señalaba y se exigían decisiones contundentes.

17 años después, con 50 casos de masacres escolares adicionales, las investigaciones judiciales y académicas dan algunas pistas serias sobre lo que permitió la tragedia.  Por un lado está el tema, central en el actual debate ideológico americano, sobre la facilidad para obtener armas de asalto y municiones de alto poder.  La prensa descubrió que dos años antes de la masacre la Oficina del Sheriff del Condado de Jefferson había iniciado una investigación a Eric Harris, el otro asesino, por sus publicaciones y amenazas en internet pero, nunca se presentó ante un juez la orden de allanamiento expedida.  De haberse ejecutado tal orden se hubiese puesto en evidencia el arsenal que los estudiantes venían acumulando.

Pero quizás el más importante hallazgo y lo que, en mi opinión, puede dar más herramientas para intentar entender y para prevenir tragedias como esta es el descubrimiento de los diarios y los videos de Dylan y Eric.  En ellos, pero sobretodo en el de Dylan,  se puede ver el grito desesperado de un adolescente depresivo, inseguro, ansioso por ser reconocido y querido.   La idea del suicidio aparece constantemente así como poemas de amor no correspondido, y reflexiones sobre el destino y la soledad.

Mucho se ha escrito y hablado sobre los jóvenes y los riesgos de la violencia, el consumo de drogas y la criminalidad en general.  Desde la sicología, la siquiatría, el derecho, la sociología y la criminalística, entre otras, se hacen diagnósticos y plantean propuestas para enfrentar las problemáticas.  La familia, la escuela y la comunidad y sus instituciones, juegan un papel central y complementario en el trabajo con población juvenil.  Sin duda se necesita un esfuerzo integral y sostenido para evitar que los jóvenes sean víctimas o victimarios de los riesgos antes descritos. Desde cada una de esas instancias se  puede diseñar e implementar un abanico de estrategias para generar oportunidades, formar en valores,  prestar atención y rehabilitación y para disuadir o desarrollar justicia restaurativa.

Esta columna no busca ser un tratado de prevención de riesgos para jóvenes.  Hay literatura seria y completa sobre el asunto y hay experiencias innovadoras y exitosas en la práctica.  Quiero, eso si, resaltar un tema que es transversal y recurrente en los procesos de prevención y que en medio de las urgencias, los discursos, los delirios de autoritarismo y la presión mediática suele olvidarse:  no es posible, ni responsable, ni mucho menos serio, intentar proteger a los jóvenes o prevenir que caigan en el crimen, el consumo o la violencia en cualquiera de sus expresiones, sin otorgarles la posibilidad de que ellos se expresen y tengan voz.

En diferentes estudios se ha concluido que la necesidad por ser escuchados,  la posibilidad de hacerse notar, y el deseo de compartir su punto de vista son necesidades básicas y urgentes de la juventud.  Tener voz, expresar lo que se siente, se vive, se sueña.  Darle espacio al dolor, a la inseguridad y a la búsqueda.  La voz, claro está, no es sólo el discurso.  El arte, el cine, el deporte y las expresiones culturales de diferente tipo son finalmente formas de contar historias, de hablar de realidades y de exorcizar demonios.

La violencia, el consumo y la pertenencia a grupos ilegales son, en el fondo, formas de expresión y de identidad.  El Estado no puede renunciar a mantener el orden y a castigar la violación de la ley y el desconocimiento de los derechos ajenos.  No obstante, la labor más importante de la sociedad en pleno, con el liderazgo de las instituciones, es prevenir que el talento y la energía de los jóvenes se dilapide en destrucción o en frustración.

En estos momentos, en que una parte de la institucionalidad se empeña en gritarle a los jóvenes, “¡guárdense o los guardo!”  y en que hace carrera la percepción del joven como problema o como víctima pasiva, valdría la pena un esfuerzo serio por darles voz y escucharlos.  La experiencia suele probar que reconocen mucho mejor las amenazas y son, mayoritariamente, parte de la solución.

Después de la masacre de Columbine a Marylin Manson, cantante excéntrico, controversial e iconoclasta y uno de los señalados de ser incitador de la matanza, le preguntaron: “Y usted, qué les diría a los jóvenes del colegio si pudiera hablar con ellos?: “Absolutamente nada” contestó, “escucharía lo que tienen que decir, que fue lo que nadie hizo.”

Santiago Londoño Uribe

Abogado, Magister en Derecho Internacional y DDHH y en Procesos Urbanos y Ambientales. Exconcejal de Medellín, Exsecretario de Gobierno de Antioquia.

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