Lo peor que le puede pasar a una persona

La discriminación es una de las expresiones del comportamiento social humano que más desolación, sufrimiento y muerte puede causar. Las relaciones inequitativas de poder, ya establecidas, se fortalecen con gran velocidad, en cambio las modificaciones a éstas que se logran por medio de la resistencia de los oprimidos avanzan poco a poco. Podríamos compararlo como la velocidad con la que brota una flor de una planta contra las décimas de segundo que demora una podadora en eliminarla. La discriminación se manifiesta en diferentes campos, así, las personas somos discriminadas por nuestras características físicas, mentales y espirituales. Con motivo del 8 de marzo, día internacional de las mujeres, me enfocaré en la discriminación en razón de género

Según la organización defensora de los derechos humanos de la mujeres Women’s Link Worldwide, “la violencia es la forma más extrema de discriminación de género que sufren las mujeres”, entendiendo la violencia como “cualquier afectación a la integridad física, emocional, psicológica, sexual, espiritual y cultural contra las mujeres y niñas por el hecho de ser mujeres”. Las cifras y las modalidades de violencia contra nosotras son alarmantes, o al menos lo son para quienes hemos desarrollado una sensibilidad frente a este tema. La condición de ser mujer se suma a un grupo de factores que crean una asociación generadora de mayor vulnerabilidad como lo son, entre otras, la pertenencia étnica, la raza, la condición migratoria, la clase social, el nivel de escolaridad, la orientación sexual, condiciones de discapacidad mental y física y la edad.

Ser una mujer negra o indígena en un mundo controlado por hombres blancos, ser una mujer migrante en un mundo machista y xenófobo, ser una mujer pobre en un mundo donde los derechos humanos como la salud y la educación se compran con el dinero al que las mujeres nos queda más difícil acceder, ser una mujer lesbiana o bisexual en un mundo heteronormado, ser una mujer con algún tipo de discapacidad en un mundo donde los hombres que lo controlan te consideran un estorbo que solo genera pérdidas económicas, ser una mujer anciana en un mundo que ve en la juventud una herramienta perfectamente lubricada para producir dinero o ser una niña en un mundo que ve en tu indefensión la oportunidad perfecta para abusarte laboral y sexualmente es una carga que de alguna manera, no sé exactamente cómo, logramos resistir día tras día pareciendo cada minuto, y lo digo desde una posición de enorme privilegio, un siglo.

Y es que incluso las más privilegiadas en términos de oportunidades padecemos constantemente la discriminación. Sufrimos acoso sexual en nuestras familias, colegios, universidades y trabajos. Nuestros conocimientos, logros y aptitudes son invisibilizados,  generalmente por medio de la sexualización de nuestra existencia. Nuestras voces son silenciadas y nuestros cuerpos golpeados, violados, torturados, asesinados. Nuestros cuerpos son también normativizados, juzgados, encasillados, al fin, enajenados, expropiados. Se nos exige ser “bellas”, esbeltas, lampiñas. Nuestra piel debe parecer una porcelana china y nuestras cabelleras deben someterse a fuertes procesos químicos pero, aun así, verse saludables. También debemos hacer todo esto sin que parezca que nos preocupamos demasiado por ello y mostrándonos fuertes frente a la presión de la industria de la belleza que es como una broca con punta de diamante (es decir fuerte y lujosa) taladrada en nuestros confundidos cerebros. No podemos demostrar nuestras inseguridades pues seremos también juzgadas por ello. No podemos tener un diálogo propio y único con nuestros cuerpos porque se nos dirá que somos débiles y reproducimos estereotipos dañinos, porque resulta que debemos ser perfectas para que el sistema sienta más placer al destruirnos. Siempre debemos actuar dentro de la “casilla” a la cual pertenecemos, a la que la sociedad nos ha forzado. Debemos responder al perfil que se nos asigna, de esta manera si pertenecemos al ámbito del entretenimiento debemos ser superficiales (y ya), si hacemos parte del mundo de los negocios debemos ser despiadadas (no más) o si somos mujeres de la academia debemos ser inteligentes (únicamente) y resulta inadmisible que adoptemos gustos o formas de ser designadas a otros ámbitos, así, por ejemplo, si se nos definió como académicas o como activistas sociales no podemos  preocuparnos por nuestras finanzas y mucho menos por nuestra apariencia física o si somos modelos no podemos opinar sobre política, no tenemos autoridad para hacerlo. En espacios de liberación también vivimos bajo estigmas de todo tipo, juzgamiento permanente de nuestras acciones y la exigencia de una “coherencia” que vulnera nuestro legítimo derecho al libre desarrollo de la personalidad.

Nuestros anhelos son relegados a un campo de poca prioridad. Nuestros sueños imposibles. Nuestras vidas reducidas a añicos que debemos intentar reparar todo el tiempo porque es que somos “unas guerreras” ¡No más! ¡Estamos exhaustas, adoloridas, tristes! ¡No más! ¡Llevamos muchos años resistiendo! ¡No más! ¡No más! ¡Nunca más!

Dadas estas condiciones puedo afirmar, sin sentir el más mínimo de vergüenza, que en la sociedad que conformamos lo peor que le puede pasar a una persona es ser gorda, negra, indígena, gitana, pobre, muy vieja o demasiado joven,  y, lo peor de lo peor, mujer. Pero aun así, habiéndonos tocado una existencia ubicada en el lado menos favorecido de la balanza, no nos rendimos, continuamos fortaleciendo los lazos de sororidad, nos esforzamos por no juzgarnos de manera destructiva y sin empatía, por ser conscientes de nuestro privilegio, por entender la existencia de la otra, por respetarnos y apoyarnos.

Resistimos. Por las mujeres golpeadas por sus parejas, por aquellas violadas una vez, por las que son violadas sistemáticamente, por aquellas que son obligadas a dar a luz o a abortar, por ellas, a las que sus genitales les fueron mutilados, por las que sus parejas no les permiten tener amigos, trabajar o estudiar, por las víctimas de trata de personas, por aquellas que han sido forzadas a odiar todo lo que son y representan, por las estudiantes que sienten miedo de sus profesores que las acosan constantemente, por las que sienten miedo de ir solas por la calle, por las que reciben menos paga que los hombres por su trabajo, por las que no logran ascender en su recorrido profesional por negarse a tener relaciones sexuales con sus jefes, por las que ya no están, por las que mataron por no ser el objeto, propiedad privada, que otros esperaban que fueran.

 

Somos muchas, somos todas, somos las mujeres del mundo gritando:

 

¡No más!

María del Mar Duarte Villa

Historiadora de la Universidad Nacional de Colombia. Feminista.