Algo bonito de la vida es que siempre encuentra la forma de responder a nuestras preguntas o de confirmarnos alguna intuición que llevamos clavada en el corazón. Es solamente levantarnos un día con el sinsabor de habernos parado con el pie izquierdo, para que el resto de las horas que nos quedan despiertos se llenen de señales o desgracias irremediables que afirman dicho presentimiento. En mi caso, por ejemplo, que la tapa del Bon Yurt quedé a la mitad cuando lo abro, pisar un charco estando en medias o reenviarle el pantallazo de la conversación a la misma persona con la que estoy hablando.
Con esta manera extraña que tiene la vida para darnos señales, hace poco me encontré pensando en mi abuelo. Dos recuerdos puntuales; él estaba frente a mí, saboreando su salmón con ensalada, catalogado por él mismo como el plato merecedor de todas las estrellas Micheline del mundo ¡y más cuando el chef era mi papá! Masticaba lento, alzando una que otra vez su mirada para confirmar que yo seguía ahí, compartiendo con él su misma felicidad al comer; llevaba mi uniforme del colegio y guardé silencio en lo que sería su ultimo Día del Padre con nosotros. Pasaron unas cuantas cosas más en la vida… De repente, el próximo recuerdo que tengo de él, fue en una silla, con la mirada perdida en una acuarela que yo misma le había pintado y que le llevé hasta el acilo a donde lo habían mudado, con la intención de distraer su Alzheimer un rato para que pudiera recordarme.
Hoy en día, entre la historia de mi abuelo y mi presente, hay demasiados baches que, por mucho que lo intente, no puedo unir. De hecho, su recuerdo se me ha convertido en una nebulosa que tiene unos matices un tanto vividos y otros que siento están apunto de desaparecer. Su olor, es una de esas cosas que olvidé por completo, pero que quisiera recordar en las ráfagas del viento. Pensando entonces en lo cruel que a veces es el olvido, empecé a entender que todos vamos llenos de él. Mi mejor amiga no puede recordar la voz de una de sus personas favoritas, otro amigo se esfuerza por volver a simular la risa de su abuela y otros tantos me expresaron el deseo de volver a sentir un último abrazo de aquel que se fue, pero nunca termina por irse del todo.
Días atrás estuve muy agradecida por la brisa del mar, llenita de una energía que se movía con un positivismo loco dentro de mí, viendo ballenas saltar y queriendo vivir eternamente en aquel momento, pero conservar esto me cuesta, y aún me cuesta más el hecho de que me cueste, porque la rutina parece entorpecerme el proceso de vivir con el corazón en la mano. Y es que la mayoría del tiempo, como si nos creyéramos eternos, dejamos escurrir de las manos un montón de momentos, personas, sonrisas y caricias que damos por hecho, cuando lo cierto es que la vida se compone del “aquí”, el “ahora” y de lo muy conscientes que seamos del estar presentes.
Yo quisiera atesorar en mi recuerdo, la mirada de mi abuelo, las lágrimas de mi papá cuando por primera vez me escuchó leer un texto de mi autoría en un escenario, lo que sentí cuando mi gran amor me dijo te amo, los consejos de mi abuela, la sonrisa de mi sobrino, los cuidados de Ángela mi ángel, la imagen de mi mamá escribiendo en su diario, las reuniones familiares que ya no están por problemas que no lo valen y todos los paisajes bonitos que me hacen estar plenamente agradecida…
Recordando esto y lo que a usted también se le está viendo a la cabeza como imágenes imborrables, es la mejor manera que tenemos para comprobar que no todo tiempo pasado fue mejor si logramos llevarlo con nosotros en nuestro pecho, para que sea ese el impulso que necesitamos al construir un mañana sustentado en la esperanza de que la vida siempre ha estado sabrosa.
Héctor Abad escribió sobre El olvido que seremos y yo quiero escribir sobre los recuerdos que nunca borraremos. Ya lo dijo Alcolyrikoz una vez, “somos hombres de principios, pero odiamos los finales”.
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