“Ser Yo significa, por lo tanto, no poder sustraerse a la responsabilidad, como si todo el edificio de la creación reposara sobre mis espaldas”
Emmanuel Lévinas
Para el filósofo judío-alemán Hermann Cohen, las cumbres de la filosofía griega carecen de un concepto como el de amor al prójimo, propio de la tradición hebrea. La idea de humanidad de los griegos de la época clásica es incompleta. En su desarrollo no asume que la verdadera humanidad es el amor vinculante entre los hombres. En este contexto, amor no quiere decir apetencia o sentimiento subjetivo, caprichoso y volátil, sino disposición y entrega incondicionada hacia la humanidad del Otro. Cohen afirma que el mandato que prescribe el amor al prójimo no se restringe a amar al que me ama o amar al que me hace bien ¡Cosa, por lo demás, simple! Al contrario, el cumplimiento del mandato se verifica en el amar a aquellos que no me aman ni me hacen bien. Amarlos porque son seres humanos.
Estas reflexiones ataviadas de judaísmo o, en el mejor de los casos, de cristianismo primitivo, lejos de ser una declaración doctrinaria o de fe, son la afirmación de una ética que se hunde conforme la sociedad niega el cuidado recíproco que se deben los seres humanos. Una sociedad que no reconoce deber alguno para el Yo con respecto al Otro y que, por lo mismo, autoriza la defensa de ese Yo o su extensión: la propiedad privada, como si se tratara de lo único que vale la pena preservar. Hablamos de un hundimiento de la ética porque, en sentido estricto, la ética es en relación con el Otro o no podrá ser. No existe la ética en soledad.
Lo reflexionado hasta aquí es el preámbulo para una cuestión a plantear. Esta responde a la noticia de la que se inicia su cubrimiento el sábado 24 de marzo, en la edición virtual del periódico El Colombiano, con una nota titulada: Presuntos fleteros habrían sido atropellados en El Poblado. En síntesis, se informa que un hombre de 20 años, con una camioneta de alta gama, atropella, ejemplarmente (para algunos), a otros dos hombres de 15 y 36 años. Los atropella en defensa propia, se arguye, porque le han hurtado un teléfono celular y una cadena. La noticia continúa durante varios días, entre otras cosas, por el debate que suscita la celebrada, cuando menos defendida, reacción del hombre de la camioneta. Nuevamente, aparece el descontento por el clima de inseguridad de la ciudad. Clima, real o imaginario, aprovechado para hacer política. Tal como aparece en las redes sociales, los ciudadanos proponen ignorar la responsabilidad del hombre de la camioneta. Ante la posibilidad de que tenga que responder legalmente por sus acciones, surge la iniciativa de recoger firmas para que sea exculpado. Hasta el Alcalde de Medellín, con el olfato popular que lo caracteriza y el exiguo interés por afirmar el estado social de derecho, declara que el hombre de la camioneta es una víctima.
Antepongo varias preguntas: ¿atropellar a los dos hombres hasta dejarlos literalmente inmóviles es proporcional al teléfono celular y la cadena? ¿cómo se valora la proporción del daño sufrido por los tres? ¿en qué momento la justicia, provenga de donde provenga, se convierte en venganza? ¿funciona un criterio de clase social allí donde se justifica que dos delincuentes callejeros sean dañados en su integridad física y moral, al tiempo que no se justifica daño alguno cuando involucra a probados delincuentes pertenecientes a los grupos empresariales y políticos del país? ¿en qué se convierte el hombre de la camioneta a partir de la proporción/desproporción de sus acciones? ¿cómo comprender las grotescas y vulgares celebraciones alrededor de dos hombres caídos en desgracia, sino es por un profundo rechazo a reflexionar la insoportable desigualdad social de Medellín?
Según se aprende por la filosofía, el análisis político exige ir a las cosas mismas y, en este punto, la cosa no es solo el hecho singular, sino también el contexto en el cual este tiene sentido. Vayamos por partes. En su artículo Realidad penitenciaria en Colombia: la necesidad de una nueva política criminal, las investigadoras Lorea Arenas García y Ana Isabel Cerezo Domínguez (2016), exponen con detalle los datos cuantitativos de la situación penitenciaria en Colombia y las dimensiones cualitativas de la delincuencia que se le asocia. Afirman que la delincuencia en Latinoamérica expresa la desigualdad estructural de sus sociedades. No es gratuito que los países con un índice de progreso social (IPS) menor, correlacionan con un índice más alto de delincuencia. Esto es, los países con pobre inversión social son los países con mayores problemas de delincuencia. Claro está: la delincuencia no es un hecho natural, ni es un hecho común en todas las sociedades (no por lo menos en la misma magnitud). Por lo tanto, su explicación es histórica, social y económica. Tiene explicación en la distribución desigual de bienes y oportunidades. Entendiendo que estos están representados en el sistema de salud, la seguridad social, la estabilidad laboral y la atención al campo. Por supuesto, el mayor bien y la más grande oportunidad es una educación que realmente eduque. Es decir, una que nos enseñe a actuar contra la barbarie y a vivir humanamente (Reyes Mate). Aquí cobran sentido las reflexiones iniciales sobre el amor al prójimo y la ética. Sin embargo, los Estados frente a la delincuencia no responden trabajando por democratizar los bienes y las oportunidades, sino convirtiendo en material político la delincuencia de los pobres. Los Estados responden diseminando miedo y zozobra en el cuerpo social. El Estado no defiende la totalidad absoluta de los seres humanos, sino la propiedad privada. Defendible es el hombre que la posee. Ese es el mensaje que se nos envía.
Retornando al hecho singular, no puede dejar de notarse la disparidad de las vidas en cuestión: un joven de 20 años en una camioneta de alta gama y uno de 15 con un arma de fuego. El de 15 no quiere trabajar para obtener lo que tiene el de 20, pero de este último tampoco se puede decir que lo que tiene es pura fuerza de trabajo (¿o sí?). Los asistentes a la escena del atropello, gritan a los hombres tirados en el piso: ¡Ratas! ¡Hay que darles duro! ¡No quieren trabajar! No se trata de que todos quieran, o necesiten, una camioneta de alta gama. Pero, es bueno preguntar si solo se requiere trabajar para obtenerla. Evidentemente, no. Si así fuera, en una ciudad como Medellín, probablemente, todos tendrían una. El placer de tenerla es proporcional a la imposibilidad de la mayoría de experimentar ese placer. Ambos jóvenes confirman que la movilidad social es una gran mentira. Una promesa con la que se educa para admirar a los que todo lo tienen y despreciar con crueldad a los que carecen hasta de la esperanza. Como ilustración, la incapacidad de advertir en la delincuencia de los pobres el gesto desesperado por la miseria.
¿Firmar para que al joven de la camioneta no se le levanten cargos? ¿Firmar para conjurar el fantasma de la cárcel? La cárcel es el síntoma del fracaso de una sociedad: entre más hombres encarcelados, más hondo su fracaso. La cárcel no produce algo bueno. Allí no se forman mejores hombres. La cárcel es una terrible máquina que recicla, en un ciclo infernal, lo que tarde o temprano vuelve a engullir, dice Foucault. La cárcel es la confirmación de que sí son posibles los hombres de desecho o las vidas humanas desechables. No obstante, si en este caso tiene que haber cárcel, si esta sociedad conviene con su fracaso, entonces que la cárcel sea para los tres. Ninguno puede quedar exento de responder, ni siquiera con la santa bendición del Alcalde. Repito. YO NO FIRMO.