Este gobierno llegó al poder bajo la promesa de ser “el gobierno del cambio”. Un cambio que significaba romper con la corrupción, dignificar la política y gobernar con transparencia. Pero, a casi tres años de haber iniciado su mandato, los hechos nos obligan a hacer una pregunta incómoda: ¿y si este es el cambio que realmente merecemos?
La denuncia de presunta corrupción en el Congreso, que involucra al ex presidente del Senado, Iván Name, y al ex presidente de la Cámara de Representantes, Andrés Calle, quienes al parecer recibieron dineros como parte del entramado de corrupción que existió en la UNGRD, pone en entredicho no solo la legitimidad de la reforma pensional, sino también el relato moral con el que este gobierno se vendió ante el país.
¿Dónde queda la democracia cuando las leyes más sensibles para los colombianos se aprueban bajo presiones, chantajes o promesas oscuras? ¿Qué pasó con la separación de poderes cuando el Congreso —que debe representar la voluntad del pueblo— se convierte en una extensión del Ejecutivo, no por convicción, sino por conveniencia?
La reforma pensional no puede sostenerse si está manchada por coimas, mermeladas o intimidaciones. Y no puede considerarse legítima cuando surgen serios cuestionamientos sobre la forma en que se obtuvo su aprobación. Cuando, de un momento a otro, Iván Name dejó de poner trabas a la reforma, incluyó el proyecto para segundo debate —algo que estaba bajo su total potestad— y le dio más tiempo al gobierno para fijar sesiones adicionales y extraordinarias (hasta tres en una misma semana), e incluso se ausentó hacia el final del debate para que las sesiones fueran conducidas por la senadora María José Pizarro.
En democracia, el procedimiento importa tanto como el resultado. Si el proceso está contaminado, el resultado pierde toda su legitimidad.
¿Este es el cambio prometido? Si es así, no lo aceptamos. Porque el verdadero cambio no es imponer reformas a cualquier costo, sino garantizar que ningún proyecto avance si fue construido sobre las ruinas de la legalidad. Especialmente cuando aún se está a tiempo de actuar. Ojalá la Corte Constitucional no espere a que la ley entre en vigencia —faltando mes y medio— ni que el Gobierno se esté escudando en los decretos reglamentarios ya expedidos. Lo accesorio debiera seguir la suerte de lo principal.
Este no es un tema menor. Está en juego el futuro pensional de más de 20 millones de colombianos. No se puede responder a esta coyuntura con silencio cómplice ni con la arrogancia de quienes dicen “ya se aprobó”. Tampoco con la indiferencia del Ministro de Trabajo, que actúa como si nada ocurriera y todo debiera seguir su curso normal. Ni con pronunciamientos del presidente que, incluso desde China, intentó desmentir a la exconsejera para las regiones, Sandra Ortiz, quien rindió declaración ante la Corte Suprema de Justicia y reconoció que sí hubo entrega de dineros. Restarle importancia a una denuncia de esta magnitud no es liderazgo, es evasión. Lo que se necesita hoy es carácter para corregir antes de que sea demasiado tarde.
Sí, Colombia necesita una reforma pensional. Estamos en mora desde hace años. Pero no así. No con trampas. No con presiones. No con corrupción disfrazada de gobernabilidad. Y eso sin entrar —por ahora— en el debate de fondo sobre la sostenibilidad fiscal de esta reforma, que merece un análisis aparte.
Los ciudadanos merecemos reformas construidas con transparencia, no con opacidad y esta marcada turbulencia. Merecemos legisladores que voten en conciencia, no por presión. Merecemos un gobierno que convenza, no que imponga. Y merecemos, sobre todo, instituciones que no se arrodillen ni vendan su independencia. Insisto: no importa que históricamente haya sido así.
Este es el verdadero pacto histórico que necesitamos y el cambio que SI merecemos.
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