En las últimas semanas tres noticias diferentes tuvieron como protagonista de excepción a la hoja de coca.
Por un lado, el presidente Petro desestimó el informe de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito (UNODC) que determinó que el país duplicó en el último año la cantidad de cocaína producida – tendencia que se viene manteniendo desde el año 2022-; en el intermedio, el secretario general de la ONU, António Guterres, no vio con malos ojos la propuesta de compra gubernamental de hoja de coca al considerar que “puede impedir el tráfico” (consideración bastante ingenua); y por otro lado, se viene avanzado en la expedición de una normativa que buscará extender la regulación de los usos alternativos, medicinales y terapéuticas de la citada hoja.
Por donde se le mire: la hoja de coca -para bien, o para mal- se convirtió en un centro gravitacional entre las principales prioridades del Gobierno.
Sin embargo, por el momento, todo sigue estando sobre el papel y no se tiene claridad de la ruta institucional que fijará los criterios para que el Estado pase a comprar las cosechas, así como su posterior uso y utilidad pública; sin dejar de lado que dicha propuesta, muy audaz -eso no lo pongo en duda- podría degenerar en un “incentivo perverso” en comunidades cocaleras detonando un “boom” de cultivos, ya pasó cuando en el proceso de paz con las FARC se presentó una política de sustitución con una carga de transferencias monetarias que conllevó al aumento de los cultivos en varias regiones del país (aunque sobre ese tema las posiciones están encontradas).
Me temo que el Estado no cuenta con una capacidad a escala a industrial para avanzar en grandes esquemas de reconversión alternativa para la hoja de coca y en el sector privado tampoco se han consolidado avances sustanciales en ese sentido. Entonces, la pregunta resulta siendo muy válida: ¿comprar hoja de coca para qué?. Además, el Gobierno está en mora de concluir la liquidación del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito -PNIS- e implementar su nueva política de sustitución. La cual con su promesa de gradualidad en las diversas fases de sustitución sigue siendo una anhelo sobre el papel.
Me surge otra pregunta: ¿Cómo armonizar esa nueva política de sustitución con la compra de las cosechas y la integración del campesinado cultivador en los esquemas de reconversión alternativa?
Muchas preguntas y pocas respuestas. Tan solo una certeza, la UNODC estimó que para el año 2023 los sembradíos de hoja de coca alcanzaron 253.000 hectáreas; creciendo un 10% respecto al 2022. Con dos alertas poco novedosas, pero muy preocupantes: 1). Los 15 enclaves productivos identificados desde el 2021 en zonas de frontera se siguen manteniendo, y 2). El 48 % de los cultivos está en zonas de conservación y manejo especial. Este último dato resulta siendo el más preocupante no solo para la conservación de la diversidad natural y ecosistémica, sino para cualquier política de sustitución que se base en los tradicionales proyectos productivos.
A falta de más certeza estamos a la espera de qué el Gobierno presente el Decreto que regulará la compra gubernamental de las cosechas; de que el Invima presente la ruta sobre los usos alternativos y, especialmente, de que las organizaciones cocaleras asuman una postura. Porque el asunto no solo puede quedar en la discreción del Gobierno y demanda de articulación y agenda entre organizaciones sociales que en el pasado fueron muy combativas, pero que han perdido impulso en los últimos años.
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