Y qué…


En la vida yo he creído y he des-creído muchas veces. Y la verdad, aún sin saber si la palabra existe, me ha parecido una fortuna defender cosas que antes no, porque es una de las tantas maneras que tengo de medir mi crecimiento.

Ahora sé que uno a veces puede conocer más a los otros de lo que se conoce a uno mismo, pues una vez empezamos a pensarnos, hay realidades tan incómodas que parece más fácil salir corriendo que quedarse a mirarnos en el espejo. Al final, esta carrera termina siendo agotadora.

Creo que las mariposas en el estómago pueden ser una enfermedad que no siempre las cura quien las genera, porque querer desde el estómago no solo es poco sano, sino también insostenible. Por ello, pierden fuerza los amores que “bajan la luna” y ganan más los que, sin tanto drama, nos aterrizan en la tierra.

Que realmente no hay vida laboral y vida personal, porque no existe un “yo profesional” y un “yo en horas libres”, solo existimos nosotros en una rutina que compone la vida; así que siempre que se pueda decidir desde el privilegio, hay que saber elegir no pensando solo en el bolsillo, sino también en la humanidad que está detrás de los medios que lo llenan.

Que nadie ha logrado definir de manera universal la palabra éxito, pero que cuando nos preguntan por ella y respondemos con dinero, no es porque genuinamente lo creamos, sino porque nos presionaron a ello. A fin de cuentas, no es lo mismo comprar 10 casas, sin tener una persona a la que se le pueda llamar hogar.

Que las amistades se transforman, y que los amigos no tienen la responsabilidad de ser incondicionales en todo; hay quienes lo son para la rumba y otros que lo son para la meditación de los domingos. Que se pueden quedar, o también tomar distancia sin recriminarlos, porque ellos sí suman por lo vivido en pasado y presente, pero no se les califica por el futuro.

Que las expectativas son solo una forma de decepcionarnos a nosotros mismos, porque más allá de hablar del otro, hablan de nuestra incapacidad para ser agradecidos por el aquí y el ahora que tanto se nos escapa.

Que la felicidad se vive, mientras que la tristeza se piensa. De ahí que la segunda enseñe mucho más que la primera; en los momentos de dolor, mientras se desconoce el corazón, se reconoce el interior.

Que la certeza más grande es el cambio, porque no podemos controlar corazones, ni mucho menos acciones, y que a veces, lo que damos por sentado, se para y se va, dejándonos solo la opción de reinventarnos. Entonces la felicidad deba estar repartida en varias canastas, y no en una sola que, de dañarse, nos deje hechos pedacitos.

Y sobre todo, he creído por lo vivido, que desde que uno aprende el lenguaje más importante de todos, que es el corporal, uno empieza a entender que la garganta duele más por lo que calla, que por lo que grita, el estómago se pone más delicado por la ansiedad que por el gluten, y que el corazón se acelera con mayor rapidez por la incertidumbre que por la euforia.

Si pudiera entonces escribir mi Credo, lo haría con todos estos “que” que conforman una especie de mandamientos no escritos, pero sí aprobados por mí.

Y es que, como lo leí en las palabras de Ana Villalba hace poco, “es imposible decirse mentiras cuando ya nos hemos enfrentado a la verdad”, o, en otras palabras, el peor ciego no es el que no quiere ver, sino aquel que ya vio y aun así quiere seguir con visión selectiva.

Valentina Ramírez Gil

Comunicadora Social - Periodista, creativa por pasión y amante de las letras por vocación. Fiel enamorada de las historias de ciudad, del escuchar y de crear conversaciones honestas.

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