El resultado es contundente, así suene a lugar común decirlo. Unas 6.419.759 personas (50,23%) rechazaron los acuerdos de paz firmados entre el gobierno y la guerrilla de las Farc, mientras que 6.359.643 (49,76%) los aprobaron.
Yo hice parte de ese 49,76%, aun teniendo mis dudas, mis temores, mis reservas. Y sin embargo decidí irme por el SÍ convencido de que ya era justo parar con una guerra que durante 52 años dejó sangre y destrucción en nuestros corazones.
Por eso, a medida que el NO superaba al SÍ sentí un gran desconcierto, una vergüenza absoluta. Debo confesar que los porcentajes abrumadores llenaron mis palabras de desazón, pero también de rabia. Me desahogué en las redes sociales, insulté al país que me vio nacer y sentencié que habíamos perdido una segunda oportunidad sobre la tierra, parafraseando el discurso que dio García Márquez cuando recibió el Premio Nobel.
Quise llorar, pero la impotencia detuvo mis lágrimas. Quise gritar, pero el silencio se interpuso en ello. Quise correr, pero me retuvo el dolor. Quise perderme y dejar todo en puntos suspensivos. Sí, por unas horas me entregué al pesimismo y a la tristeza. Colombia, como en tantas veces, me dolía hasta en los huesos.
Mientras los minutos pasaban, miré por la ventana el hermoso atardecer de Medellín, ciudad donde vivo y donde las mayorías decidieron darle su espaldarazo al NO, con argumentos o sin ellos. Poco a poco el azul naranja del cielo me fue dando la calma que estuvo bastante ausente durante los desconcertantes escrutinios. Y con la calma llegó la reflexión, el análisis, el consuelo.
Sumirnos en la frustración, aunque sea válido, significa darle aval a quienes desde el odio y la ignorancia consiguieron la victoria del NO. La incertidumbre con lo que pueda pasar de ahora en adelante es mucha, pero solo nos queda caminar con pasos firmes para salir de este camino azaroso al que hemos llegado.
No abogo por el optimismo ingenuo, sino por la sensatez práctica. La lucidez y el equilibrio que dan los argumentos pueden ayudarnos a encontrar una solución certera al embrollo en el que hoy nos encontramos. Las puertas del dialogo están abiertas, aunque lo más adecuado sería quitarnos el rotulo del SÍ y del NO para no sólo ahorrarnos discusiones bizantinas, sino también evitar que se eche en saco roto lo acordado en las negociaciones de paz. En este momento necesitamos mesura, mucha. También respeto, raciocinio y fortaleza, demasiada fortaleza.
Habría querido escribir palabras más jubilosas, porque pese a todo anhelaba que ganara el SÍ. Pero el panorama es otro y no queda más remedio que seguir. En medio de la confusión quiero evocar esta valerosa máxima de don Guillermo Cano, quien como muchos de nosotros guardó hasta el último momento la esperanza de que este país cambiaría su nefasta suerte:
“Así como hay fenómenos que compulsan el desaliento y la desesperanza, no vacilo un instante en señalar que el talante colombiano será capaz de avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más justa, más honesta y más próspera”.