Votar y elegir en un contexto de creciente corrupción

Bajo la idea republicana de la política de los antiguos se piensa que la política nos une, nos educa, nos civiliza y nos hace amigos cívicos —Aristóteles, Montesquieu, Maquiavelo, Vico—. Por el contrario, una mala política nos separa, nos embrutece, corrompe, y nos convierte en enemigos cívicos. El republicanismo entiende la participación en la política como el autogobierno de individuos que viven juntos en términos de justicia bajo el imperio de la ley. Los republicanos pensaron que el individuo político debe usar las pasiones humanas en interés de la patria y así entendieron que la educación política debe servir para convertir las tendencias egoístas de los seres humanos en pasiones útiles a la patria. Consideraron además que la política virtuosa es la base de la verdadera política y el verdadero hombre político es un maestro en el arte de trasformar las malas pasiones en buenas.

Platón enseña en la República una concepción de la política que busca limitar el individualismo y el egoísmo, y propende por cultivar el espíritu colectivista y el bien común. La República plantea una concepción del mundo en la cual los filósofos muestran que la vida no consagrada a la filosofía y a la política es una vida superficial, en las simples opiniones, en la no verdad, en la caverna. La tesis básica de Aristóteles sobre el bien común afirma que la sociedad política es una asociación de personas que viven y trabajan juntas con el fin de vivir una vida buena. Esa vida buena para todos, que es el fin inherente a toda sociedad política, y que los buenos gobernantes aspiran conseguir, es el “bien común”, la felicidad. Así, para Aristóteles la política es, en la medida en que el hombre es apto para la sociedad y ama por naturaleza a los otros hombres, alcanzar el mayor bien tanto individual como colectivo.

En contraste con esto, entre nosotros domina una mala política y prácticas descivilizadas de hacerla. El mundo político ha sido instrumentalizado por personas y grupos corruptos que no persiguen sino sus intereses particulares y de sus familias y amigos. En Colombia, las prácticas de una política decente orientada hacia el bien común, basadas en la verdad, la libertad y la justicia social, hace muchas décadas se vienen desvaneciendo. El individuo político no es hoy alguien que busque orientar o canalizar las pasiones humanas en interés del bien de la comunidad, sino que utiliza la corrupción para distribuir los recursos públicos entre él y las personas que lo apoyan. No quiero presentar una visión derrotista de la política que nos impida movernos y elegir. Pero debe ser dicho: tenemos una gran corrupción e impunidad en la esfera política. Aunque hay casos que han sido investigados por la Fiscalía, la Corte Suprema, el Consejo de Estado, y hay unas condenas importantes, seguimos teniendo un gran problema de impunidad y de corrupción.

La política, en estos días previos a las elecciones, se ha hecho más violenta, como hemos visto recientemente en Medellín en una concentración pública, en la que partidarios de un candidato a la alcaldía, han amenazado a otros y al público con pistolas y otras armas. Eso sí todo escenificado en las redes y en los noticieros. Este tipo de políticos está teniendo éxito porque las poblaciones que los apoyan tienen un anhelo por la incompetencia en el poder. Es mejor tener un idiota útil que baile y cante, que deje caer un computador mientras se ríe, que afirme que no se mete con problemas teóricos, a alguien que aburra con disertaciones académicas. ¿Por qué hoy políticos inteligentes son desplazados por tontos y mediocres?

A este nuevo tipo de político no le importa la discusión sobre los diferentes proyectos de sociedad, sobre los problemas de la desigualdad y la pobreza, le interesa mantener el debate en el marco de una polarización que le permita reducir su discurso a estigmatizar y desacreditar a los opositores. Fuera de esa confrontación estigmatizante no hay nada más en el discurso de esta nueva política. Para limitarme a experiencias recientes, es suficiente recordar algunos políticos de esta new age del like y el share: el aborrecido Daniel Quintero, su pupilo Upegui, y los candidatos a alcaldías: Fico Gutiérrez, Alex Char, Juan Manuel Galán y Alejandro Eder, entre otros. ¡Es la estupidocracia!

Los políticos en Colombia —es tal la inoperancia de las autoridades judiciales— ya casi no tienen que ocultar sus vinculaciones con narcotraficantes o paramilitares. Se muestran en fiestas, restaurantes, cabalgatas, con peligrosos mafiosos y paracos, sin ningún escrúpulo ético. ¿Cuántas selfies hemos visto en las redes sociales de muchos de nuestros eminentes parlamentarios, gobernadores y expresidentes, con Musa Besaile, el Turco Ilsaca o el hombre Marlboro? Armas, drogas, maletines con dólares, yates con prepagos, helicópteros, mucho alcohol, reguetón y perica, son hoy el carburante, el “espíritu” de la vida política, como lo podemos ver en las redes sociales y en noticieros. Los políticos son hoy más amigos de Maluma, Karol G, Yatra que de escritores y académicos. Prefieren el circo que el foro.

En Colombia, podemos constatar, ya no se trata del “amor a la patria”, o de la “política virtuosa”, como temas centrales de la discusión pública. Hemos entrado a la política del abierto saqueo de los fondos públicos, del soborno a los jueces, la compra de votos, la utilización de abogados gangsterizados para todos los efectos, y las amenazas y el silenciamiento de quien disienta (véase caso Rodrigo Uprimny). Es la política de la mentira, celebrada, propagada y elogiada por los grandes medios de comunicación sin ningún escrúpulo. Semana, El Tiempo y RCN pelean por el primer lugar en los ratings de la tergiversación. Lo público se ha privatizado, no como lo han hecho las sociedades normales mediante la priorización de los intereses de los actores vinculados al mercado, sino por medio de una multitud de prácticas de corrupción.

Kant afirmó en La paz perpetua que “aunque no se pueda obligar al ser humano a ser alguien moralmente bueno, sí se le puede obligar a ser un buen ciudadano. El problema de la instauración del Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios, por muy mal que pueda sonar esto”. Así, lo que dice Kant es que si no podemos dominar nuestras inclinaciones egoístas a través del cultivo de nuestra racionalidad al menos debemos hacerlo por el temor al castigo de la ley. Pero ni lo primero ni lo segundo funciona entre nosotros. Ni la educación moral ni la formación para la ciudadanía juegan hoy un papel en nuestra vida política.

¿Pero cómo llega una sociedad a la situación de descivilización en la esfera política? El sociólogo alemán Norbert Elias (1897-1990) describió el proceso de civilización como una tendencia a largo plazo de la interacción social orientada por el control de nuestros sentimientos y la habilidad para organizar nuestras vidas. El proceso de civilización que Elias estudia, se dio particularmente en países europeos, pero este dispositivo de análisis social se puede utilizar con algunas salvedades en nuestro contexto.

El proceso de civilización conduce a un fuerte autocontrol individual y a una apertura del proceso de pensamiento. La descivilización representa lo contrario, pues en sociedades que entran en la senda descivilizatoria, ha aparecido en la esfera pública una forma de furia descontrolada. El odio se expresa abiertamente; sentimientos peligrosos, fantasías de violencia e incluso el deseo de matar. Ejemplos de esto hemos visto en: —¡Yo di la orden! — y en el Congreso cuando disertaba sobre teorías de la paz el senador y caballista Carlos Felipe Mejía.

En sociedades en proceso de descivilización, los individuos pierden algo fundamental como el control de los afectos, el autocontrol y la autoconfianza del sujeto y aparecen emociones desatadas como el odio y la venganza. Algunos políticos ya no creen que valga la pena comportarse de manera civilizada —esto es un fenómeno universal que encontramos en muchos países—. Piensan que el sentimiento de la vergüenza, el pudor y los escrúpulos no son decisivos en la vida política. El cálculo utilitarista de cuatro o cinco años de cárcel —casa por cárcel—frente a un enriquecimiento conseguido mediante corrupción está resuelto moralmente para muchos antes de haber obtenido en elecciones una curul en el Congreso, una magistratura o una alcaldía.

Es un problema también que los políticos no se conciban a si mismos como políticos profesionales y expertos. Nuestra sociedad es compleja, el tiempo es escaso y la delegación de la autoridad es una necesidad. Esto exige que haya políticos con capacidades cognitivas y argumentativas, es decir, exige un tipo de persona que se puede llamar deliberativa. La persona deliberativa es la que tiene capacidad para asumir posiciones críticas frente a afirmaciones y acciones de tipo cognitivo, jurídico, político, social, frente a los problemas de desigualdad de las mujeres, la pobreza, y frente a la destrucción de la naturaleza.

Es cierto que los partidos políticos necesitan dinero para participar en las elecciones. Es cierto que quienes representan los intereses de los actores privados saben que los resultados de las elecciones son importantes para ellos y por esto buscan influir en los partidos y en los resultados de las elecciones. Esto sucede en todas las sociedades democráticas. Pero lo que no debe suceder es que la corrupción de la política por el dinero determine el funcionamiento de una sociedad democrática.


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Francisco Cortés Rodas

Doctor en Filosofía, Universidad de Konstanz (Alemania), Filósofo y Magister en Filosofía, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá. Estancias postdoctorales en la Johann-Wolfgang-Goethe Universitat Frankfurt, en Columbia University, en la Universidad Libre de Berlín, becario del DAAD y de la Fundación Alexander von Humboldt. Profesor titular del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia.

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