Decía O. Wilde en “El Crítico como Artista” que—una idea que no sea peligrosa es indigna de llamarse idea—y debemos creer que ese es el valor de una consulta anticorrupción.
Por eso votamos afirmativamente en el plebiscito por La Paz. Ciento noventa y siete años de la República y un extraordinario conjuro nos hacía pensar distinto. La retórica nos hizo enemigos, y como hombres que–Han tomado la extraña resolución de ser razonables—negociamos el fin del conflicto.
Pero—en la tierra donde lo excepcional muy pronto se convierte en tedio—tres elecciones después rayan con la fatiga, y la duda sobre si tiene valor la consulta anticorrupción se hace presente. Porque su idea ha de suponer un riesgo; debe librarnos de puntos comunes y arredrar nuestro pasmo para votar en una nueva elección, y quizás eso no ha pasado del todo, pues ella cae en varios reparos.
Uno de ellos, es que los constitucionalistas han acertado sobre el inconveniente en las preguntas número uno y número siete de la Consulta. Porque la ley de mecanismos de participación política no permite reformar la Constitución mediante consulta popular—lo que negligentemente nos lleva a un limbo jurídico—si llegamos a votar en forma afirmativa estas dos preguntas. Otro reparo, aunque por argumentos se salve el lenguaje y nada obste creer justo reducir al salario de los congresistas, es también el hecho de que hay que desconfiar, sin temor a ser desprestigiados, sobre el criterio de que hay una relación “fatal” entre un valor salarial alto y la corrupción parlamentaria; criterio falazmente vendido por la consulta.
No obstante, eso nos haga recordar la idea de que es más equitativo buscar aumentar la remuneración de la gran población frente a una minoría legislativa, de eso no trata la primera pregunta.
Y, desorientados—muchos son los indignados colados como dice Ricardo Silva Romero—que proponen con verdadera demagogia bajar la remuneración para representantes y senadores. Pero, siendo esto tan ordinario, como el hecho de que a menudo los hombres se confunden con su destino y no advierten que los políticos son nuestro reflejo; aun así, las medidas contra la corrupción se vuelven desdén o revanchismo. Más aun, corresponden con lo inviable de esta Nación donde se banalizan diferencias ideológicas, pero se evangeliza con lo “políticamente correcto” que es el rasgo de la poca empatía y la división.
Por lo que—en el país donde lo dicho en público no se sostiene en privado—los anti corruptos no aterramos con esas dos preguntas, que engañan con marketing de campaña. Y, aunque votaremos afirmativamente a las otras preguntas consultadas, que en verdad, pueden ayudar en la función pública, como es el caso de los pliegos tipo para toda clase de contratación pública (Pregunta 3) y la importancia de las audiencias públicas con decisión ciudadana sobre el desglose y priorización del presupuesto de inversión nacional, regional y departamental (pregunta4); para que salgamos como en el plebiscito, realmente asaltados por una buena voluntad, hay que votar con una idea peligrosa: que no en vano se legitima una emoción popular—siempre que los otros en cada acción sean nuestro espejo—y que el pensamiento más ético es aquel que sabe que sólo existen individuos donde uno más uno somos sociedad.