“En Cartagena, como en todas las ciudades de Colombia, conviven la élite de los ricos y las élites de los pobres, porque hasta en eso nos hemos esforzado como especie. No es lo mismo un pobre negro que un pobre blanco”.
Recientemente hice un viaje a mi natal Cartagena de Indias en época de navidad.
Antes de viajar, se hizo viral la noticia de un par de turistas argentinos a los que les habían cobrado la absurda suma de siete millones de pesos por sendas limonadas en Playa Blanca, Barú. Este es solo un ejemplo de la funesta costumbre de abusos de algunos de mis paisanos que confunden el turismo con el oportunismo, un hecho que ha catapultado a La Heroica a un deshonroso lugar en los destinos menos deseados por aquellos visitantes que se van hastiados por la persecución de los vendedores de cerveza en la playa, que llegan cada cinco minutos cobrando lo que no han vendido en todo el día; por el manoseo de las negras olorosas a aceite de coco, que siempre llegan en dúo: la masajista y la trenzadora de cabello; por los cantantes desafinados con delirios de juglares; por las palenqueras de pasarela que ya no venden frutas sino que viven del comercio de su icónica imagen ante las cámaras y los teléfonos móviles; por los vendedores de helados, de gafas de sol o sombreros, de baratijas de la China, de artesanías hechas con cáscaras de coco, de ostras de orígenes impreguntables que prometen reanimar al falo más abúlico que exista, para luego cobrar hasta lo que no se han comido, como si esos crustáceos provinieran de la zona batipelágica; y por las prostitutas que desfilan sin pudor ante la mirada morbosa de los turistas y los proxenetas, los primeros reconocibles por sus caras pálidas por la falta de sol y probablemente de sexo, que los hace fácilmente distinguibles por esas vendedoras de orgasmos fingidos. Con frecuencia llegan en busca de algo más que el calor de una ciudad histórica. Y los segundos las vigilan para garantizar que el «negocio» se cumpla según las exigencias del mercado del placer.
Todo esto ocurre mientras en la ciudad vieja los cartageneros y los turistas, nacionales e internacionales, conviven bajo el vetusto atardecer en las murallas o bailando al son del galimatías musical en las calles de Getsemaní, perdiendo el tiempo posteando en sus redes sociales las imágenes de unas exóticas vacaciones que sus ajenos dólares pagan, y otros fingiendo esas mismas quimeras pero pagadas por los devaluados pesos colombianos. Todos quieren disfrutar pero ninguno sabe las distintas Cartagenas que conviven en la misma ciudad.
En Cartagena, como en todas las ciudades de Colombia, conviven la élite de los ricos y las élites de los pobres, porque hasta en eso nos hemos esforzado como especie. No es lo mismo un pobre negro que un pobre blanco.
En mi infancia visitaba con mi abuela a una amiga de ella, la amistad entre ellas inició en el mercado público. Ella le vendía pescado fresco a mi abuela. Su nombre era Cleotilde, pero mi abuela le llamaba Cleto por cariño y vivía en La Boquilla, en ese entonces un caserío a orillas del mar conformado por casas mal hechas de madera y de techo de palma que a cada rato se deshacían por el mal tiempo y la brisa del mar de leva. Recuerdo que cuando llegábamos a su casa lo primero que yo hacía era ir al patio. Abría la puerta y me encontraba con el inmenso mar, y la canoa con la cual su marido capturaba los peces que le vendían a mi abuela y a los demás clientes de Bazurto. Recurriendo a mi imaginación de niño jugaba con ella como si fuera un gran galeón de antaño y yo un pirata perdido en la inmensa aventura del Caribe. Su casa era pobre, pero era una pobreza diferente. Tenía dignidad.
Dignidad que fueron vendiendo poco a poco a las grandes multinacionales turísticas. Firmas hoteleras de renombre internacional fueron comprando a precios irrisorios los predios de todos aquellos que vivían en las zonas mejor ubicadas. El zarpazo final que doblegó a los que no querían vender llegó por cuenta del coletazo del Joan, un huracán desviado que provocó la destrucción del caserío. Recuerdo que por cuenta de la inundación y la fuerza del mar, los esqueletos y los muertos del cementerio, que como toda comunidad de origen afro quedaba a la entrada del pueblo, quedaron desenterrados. Yo los vi días después, flotando como en una especie de huelga surreal porque el Joan se atrevió a traerlos del más allá para dejarlos regados en el más acá a merced de los perros y los goleros, buitres o chulos, en costeño. No es bueno revolver los viejos pesares ya olvidados.
Entonces fueron muriendo los viejos que quedaron y con ellos la poca dignidad se fue agotando hasta extinguirse. He hecho un cálculo improbable usando los recursos de mi no tan buena memoria y me atrevo a asegurar, ¡ojalá no me linchen los de Agustín Codazzi!, que creo que el lugar donde estaba la casa de doña Cleto debe ser en algún lugar cerca a la piscina del Hotel Las Américas.
Este pequeño relato es solo para dar fe de que en la Cartagena que todos quieren visitar, a esa a la que muchos aman y otros odian, hay dos tipos de relación con el turismo. Los que viven de él y los que han sobrevivido a él.
Esta columna no trata de reivindicar el abuso de aquella generación de cartageneros sobrevivientes que maltratan al turista, solo trata de mostrar las dos caras de la moneda. Ojalá los gobiernos de la heroica le dediquen más recursos a una verdadera pedagogía del turismo para que de un modo u otro todos puedan recuperar esa dignidad perdida y para que Cartagena vuelva a ser un lugar al que todos quieran regresar.
P.D. Por último, si desea enviarme un comentario, puede hacerlo a mi cuenta de X: @sanderslois.
Totalmente de acuerdo Doctor, es muy deprimente cómo se ha deteriorado la ciudad y como se ha enfocado al turismo abusivo y consumista. Los turista catalogan Cartagena como la ciudad en donde no existen límites