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“Mientras el país permanece en aparente calma, lejos de sus fronteras se decide si Venezuela será solo una crisis persistente… o una prueba mayor para el equilibrio de poder en el hemisferio.”
Al amanecer, mientras Venezuela despierta entre música navideña y familias que esperan la llamada de sus seres queridos en el extranjero, el país se debate entre dos realidades. Por un lado, quienes apuestan por la continuidad del régimen de Nicolás Maduro bajo el refrán de “más vale diablo conocido que santo por conocer”. Por otro, una mayoría atrapada en un choque mental más profundo: temen que la situación continúe marcada por la crisis, los apagones y la pérdida sostenida de calidad de vida, pero también temen que cualquier cambio abrupto derive en escasez de alimentos y combustible, como ocurrió en años anteriores y provocó una salida masiva de venezolanos en busca de mejores condiciones de vida.
Mientras tanto, el verdadero pulso no se libra en las calles venezolanas sino en los despachos de Washington, Miraflores y varias capitales que observan en silencio. Venezuela vuelve a aparecer como escenario de una pregunta incómoda: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar Estados Unidos cuando su credibilidad estratégica parece en juego?
El Incentivo Estratégico
La tentación de empezar “por Venezuela” no es casual. Desde la perspectiva del sistema internacional, el país concentra varios incentivos clásicos: es un Estado debilitado, con una economía colapsada, una legitimidad internacional erosionada y un valor geopolítico evidente por sus reservas energéticas y su ubicación en el Caribe, un espacio históricamente sensible para la seguridad estadounidense. A diferencia de otros escenarios más complejos —Europa del Este, el Indo-Pacífico—, Venezuela ofrece, al menos en apariencia, una relación de fuerzas asimétrica favorable.
La administración Trump busca reconstruir la influencia estadounidense en su hemisferio, apoyándose en aliados como Argentina, Ecuador y Paraguay, mientras aísla al eje Cuba-Nicaragua-Venezuela. La caída de Maduro representaría su mayor victoria geopolítica regional en décadas.
La Sombra de Afganistán
Pero el factor decisivo no está solo en Caracas, también está en Washington. Tras la retirada de Afganistán, Estados Unidos arrastra una herida en su imagen como potencia capaz de sostener compromisos. Para cualquier liderazgo estadounidense, y en particular para uno que se construye sobre la idea de fuerza y determinación, retirarse sin resultados visibles implica un coste reputacional alto. Permitir que un adversario declare victoria narrativa tiene efectos que trascienden a Venezuela y se proyectan sobre aliados y rivales por igual.
Desde el lado de Maduro, la estrategia ha sido resistir, ganar tiempo y elevar el coste político de cualquier intervención. No se trata de derrotar militarmente a Estados Unidos —algo inviable— sino de convertir la confrontación en un dilema: intervenir y asumir los riesgos regionales, o no hacerlo y aceptar el desgaste simbólico.
Instrumentos de Zona Gris
En este contexto, la intervención clásica resulta poco probable. Estados Unidos ha mostrado una preferencia creciente por instrumentos de “zona gris”: presión económica, aislamiento diplomático, operaciones encubiertas, ciberoperaciones y acciones militares limitadas. Desde agosto de 2025, Estados Unidos aumentó su presencia naval en el sur del Caribe bajo el objetivo declarado de combatir el narcotráfico. El despliegue militar incluye el grupo anfibio USS Iwo Jima con aproximadamente 4.500 efectivos, destructores, un submarino nuclear, y posteriormente el portaaviones USS Gerald R. Ford con cazas F-35 y drones MQ-9 Reaper.
El objetivo no sería controlar territorio, sino paralizar capacidades críticas, fragmentar el aparato de poder y forzar una salida negociada o una implosión interna del régimen. Este enfoque encaja con la evolución contemporánea del poder: menos banderas plantadas y más interrupción de sistemas.
El Riesgo del Vacío
Yugoslavia en 1999, Irak en 2003 o Libia en 2011 muestran patrones similares, con resultados ambiguos. El riesgo permanece: incluso si Estados Unidos logra forzar una salida de Maduro, persisten enormes incógnitas sobre la gestión del día después, incluyendo la estabilidad interna, el papel de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana y la posibilidad real de que el país derive hacia un Estado fallido. Un Estado debilitado sin arquitectura política sólida suele convertirse en un problema regional más que en una solución.
Las consecuencias no se limitarían a Venezuela. América Latina, tradicionalmente reticente a intervenciones directas, se ha visto forzada a reposicionarse. Actores externos como Rusia, China o Irán medirían hasta dónde llega realmente la capacidad de proyección estadounidense en su “patio trasero”. El precedente importaría tanto como el desenlace.
La Partida Estratégica
Al final, el conflicto no gira solo en torno a Maduro o Trump. Es un capítulo más de la transición hacia un orden internacional fragmentado, donde las potencias calculan cada movimiento no solo por su efecto inmediato, sino por la señal que envían al sistema. La fuerza bruta importa, pero la narrativa y la credibilidad importan casi tanto. Y a veces, como la historia demuestra, ganar una pulseada táctica no garantiza ganar la partida estratégica.












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