Tebie González y Ramiro Ramírez conservan su lindo apartamento, la puerta del refrigerador cubierto con imanes que recuerdan sus vacaciones por el mundo y sus armarios llenos de ropa de grandes marcas.
Pero ahora empiezan a sentir hambre.
Cuando el gobierno venezolano abrió la frontera con Colombia el fin de semana, la pareja decidió gastar lo que les quedaba de sus ahorros, que acumularon antes de que el país cayera en una severa crisis económica, y se lanzaron a comprar comida. Dejaron a sus dos hijos en casas de familiares y se sumaron a los 100.000 venezolanos que cruzaron al país vecino en lo que las autoridades colombianas bautizaron como un «corredor humanitario», y así poder comprar la mayor cantidad posible de artículos de primera necesidad.
«Es dinero que habíamos ahorrado en caso de una emergencia, y esto es una emergencia», dijo Ramírez. «Da miedo, pero cada día es más difícil conseguir alimentos. Tenemos que ir preparándonos».
González, de 36 años, tiene un ingreso que supera varias veces el salario mínimo como gerente de ventas de una cadena de mueblerías en San Cristóbal, al occidente de Venezuela. Pero sus ingresos no pueden con una inflación de 700%. El negocio de refacciones para autos de Ramírez quebró después que el presidente Nicolás Maduro cerrara la frontera con Colombia el año pasado — el motivo alegado fue un contrabando desenfrenado– y así cerró, de paso, la mejor vía regional para el ingreso al país de bienes importados.
Este año, la pareja dejó de ir a restaurantes, descartó el plan de comprar una segunda vivienda y puso en venta uno de sus dos autos. En los supermercados no hay azúcar para el café, mantequilla para el pan ni leche para su bebé de un año.
Cuando Ramírez, de 37 años, fue a buscar algo para comer el viernes por la noche, el refrigerador estaba vacío.
Por eso, el domingo la pareja se vistió sus mejores galas y ocultó gruesos fajos de billetes en sus bolsos. Antes de partir hacia la frontera, hizo un inventario en la cocina que acababan de renovar: quedaba un poco de aceite vegetal en el fondo de una jarra de plástico, un paquete de harina y sobras de arroz cocido. No había café.
Entonces partieron en un Jeep SUV, modelo 2011, por carreteras oscuras bordeadas por laderas en las cuales las luces de barrios pobres brillaban como estrellas en la noche azulada.
En el retén fronterizo, soldados de rostro adusto provistos de armas automáticas patrullaban una cola de más de doce cuadras. Se preguntaron si no convenía devolverse. Pero entonces se escucharon gritos de que los funcionarios de inmigración habían abierto el paso, y la cola se volvió una estampida.
González y Ramírez corrieron con otras miles de personas hacia un puente de apenas lo suficientemente ancho para que pasaran dos autos. A los pocos minutos estaba tan atestado como un vagón del metro en la hora pico. Algunas personas cargaban bebés, otras llevaban perros al dirigirse a una nueva vida en Colombia. La mayoría llevaba maletas y mochilas para cargar alimentos.
La pareja se tomó de las manos para evitar separarse en la multitud. Pasaron dos horas. La gente cantaba el himno nacional venezolano. A González le dolían los pies en sus zapatos Tommy Hilfiger, de tacón de cuña y apenas llegaban a la mitad del puente. Los que no soportaban la claustrofobia y el calor intentaban regresar del puente para cruzar a nado, pero los soldados no lo permitían.
Finalmente aparecieron las banderas colombianas y el puente desembocó en una ruta flanqueada por funcionarios que los recibían con saludos, aplausos e incluso trozos de pastel.
Nadie verificaba los documentos de identidad. Más allá de la entrada se escuchaba música y los kioscos vendían productos con los que todos los venezolanos sueñan: arroz, dentífrico, detergente, azúcar.
González ocultaba sus lágrimas detrás de sus enormes gafas para sol.
–«Pensé que iba ser más fácil», dijo. «Fue humillante, como si fuéramos animales, refugiados».
–«Pero mira la diferencia de este lado», dijo su esposo. «Es como Disneylandia».
No sólo había alimentos de todo tipo sino que todo era mucho más barato que en el mercado negro venezolano, que se ha convertido en la única alternativa para los que no pueden pasar horas en las larguísimas colas para conseguir bienes que escasean, y que se ha convertido en la característica más visible de la crisis económica del país petrolero.
Cambiaron los bolívares que tenían en pesos colombianos en un centro comercial, donde González se deleitó en el lujo de gozar de aire acondicionado mientras curioseaba en las vitrinas de los almacenes de relojes y carteras.
Mientras seguía mirando entre vitrina y vitrina, una flash noticioso apareció en el televisor de la tienda: se trataba de una imagen aérea sobre el puente que acababa de cruzar, repleto de gente. «Crisis humanitaria», se leía en el titular de la noticia.
«Ay, no», murmuró González.
Otros compradores estaban indignados.
«Esto no es Venezuela. No, eso no es nosotros», dijo una mujer que estaba mirando unas zapatillas.
González se dio la bendición y se fue. Ya era tiempo de irse de compras y volver a casa.
La variedad de productos en el supermercado del centro comercial parecía irreal luego de meses de rebuscar en los anaqueles semivacíos de las tiendas.
La pareja debatió sobre cuál sería la mejor crema dental para bebés. González examinó siete marcas distintas de champú y estudió con cuidado cada una de las ocho variedades de pasta.
Aunque los productos eran más baratos en Venezuela, los precios eran más altos de lo que esperaban.
Decidieron no comprar ni azúcar ni harina y compraron diez paquetes de pasta. Se decidieron por comprar aceite de soya, en vez del aceite de canola, que es más costoso. Chequearon y re-chequearon cada precio. A la pareja le tomó tres horas debatir cómo iban a invertir su dinero del fondo de emergencia.
«Es más costoso que lo que esperábamos, pero lo importante es que había» lo que necesitábamos, dijo Ramírez.
Otros venezolanos en el supermercado, maestros, pequeños empresarios, oficinistas, estudiaron con cuidado los precios y difícilmente los ponían de vuelta en los anaqueles.
Al final, la pareja compró comida suficiente para llenar dos maletas y una bolsa de lona, luego se perdieron en la marea de compradores exhaustos que volvían a Venezuela.
Soldados colombianos les dieron la mano a los venezolanos que regresaban a su país. Pero esa amabilidad no tuvo el efecto balsámico que tuvo cuando entraron al país.
La odisea podría no repetirse en el corto plazo.
El lunes, la canciller colombiana María Ángela Holguín dijo que Venezuela y Colombia acordaron trabajar para lograr una apertura definitiva de la frontera y, en consecuencia, «el próximo fin de semana no habrá paso como este fin de semana y el anterior».
En casa, Ramírez y González aprovisionaron sus gabinetes blancos y relucientes. Todavía se veía medio vacío.