¿Por qué los medios han normalizado el uribismo? ¿Por qué no le cuestionan a Uribe su enfermiza egolatría, su populismo fascistoide? ¿Por qué no cuestionan al Centro Democrático?
Sorprende lo rápido que los colombianos olvidamos hechos políticos recientes. Olvidamos que, durante la campaña presidencial, el Centro Democrático e Iván Duque trabajaron al unísono; que Duque es “el que dijo Uribe” y que el 17 de junio, en su primer discurso como presidente electo, Duque retomó los principales ejes de la política de seguridad democrática del expresidente Uribe.
Sin embargo, el 7 de agosto –inmediatamente después de los discursos del senador Macías y del presidente electo–, ya estaba circulando la idea de que este parecía haber sido secuestrado por su propio partido; “pobrecito Duque”, dijeron muchos.
En efecto, algunos analistas han afirmado que el discurso de Macías y el de Duque son diferentes y que la tendencia de Duque –una derecha más moderada– tendrá que ganarle el pulso al “uribismo pura sangre” para poder gobernar. Por ejemplo, el 10 de agosto, el título de una de las noticias de Blu Radio era: “Choque entre uribismo y Gobierno Duque por nuevo Viceministro de Vivienda”, en referencia al trino de la senadora del Centro Democrático, María del Rosario Guerra, que cuestiona la designación de Víctor Saavedra como viceministro de Vivienda. Como si el uribismo y el gobierno Duque no tuvieran ningún nexo o como si, súbitamente, Duque hubiera dejado de ser uribista.
Otros han afirmado que si bien son dos discursos diferentes, no son excluyentes; al contrario, denotan una división del trabajo –Duque se encargaría de administrar el Estado, mientras que su partido encendería el debate político–, y hacen parte de una estrategia para ampliar la base política del Centro Democrático. En efecto, aunque el eslogan del actual gobierno es ‘El futuro es de todos’, el discurso de Duque no dejó de hacer referencias al pasado: lucha contra las drogas; confianza inversionista; matrimonio entre seguridad y justicia; imperio de la ley; cultura de la legalidad; necesidad de endurecer las penas; impulso a la micro, pequeña y mediana empresa, entre otras referencias ya conocidas.
En lo personal, me inclino más por esta segunda lectura. Además, considero que este doble discurso dentro del Centro Democrático no responde solamente a necesidades electorales, también es una forma de defender la “honorabilidad del presidente Uribe”. Recordemos la “rueda de prensa”, el pasado 30 de julio, en el establo de la finca de Uribe en Rionegro, en la cual este no dejó de repetir: “Yo soy un hombre de honor”.
Así, cuando Uribe afirmó, en el video grabado por Noticias Uno, que el “discurso de Ernesto [Macías] era absolutamente necesario”, lo hizo principalmente por dos razones: para reivindicar su legado –la tesis de la amenaza terrorista–, y para defender su “honorabilidad”. No olvidemos que, a diferencia del 2002, Uribe está ahora sub judice; pero, además, el proceso de paz logró consolidar, sobre todo internacionalmente, la idea de que sí hubo un conflicto armado y, en este sentido, no hay vuelta atrás.
Que el Centro Democrático nos quiera devolver al año 2002 y que sea implacable con el gobierno de Juan Manuel Santos tiene una explicación: el uribismo está tratando de instaurar un mito basado en la deformación de la realidad histórica para crear un contrapeso al llamado a indagatoria a Uribe y sus posibles consecuencias penales y políticas.
En los medios, las cifras mentirosas del discurso de Macías no fueron objeto de serios cuestionamientos. ¿Por qué los medios han normalizado el uribismo? ¿Por qué no le cuestionan a Uribe su enfermiza egolatría, su populismo fascistoide? ¿Por qué no cuestionan al Centro Democrático? Un partido autocrático con un jefe supremo a quien sus seguidores le rinden obediencia absoluta y consideran un prócer de la patria.
Nuestros medios son el reflejo de nuestra realidad: Colombia es un país atrasado cuya estabilidad económica depende de las exportaciones petroleras; es el país más desigual de América Latina, con una bajísima movilidad social, pues se necesitan 11 generaciones para salir de la pobreza; un país que ha tenido casos de corrupción emblemáticos en cada gobierno. Colombia tiene además un sistema tributario regresivo e inequitativo que va en contravía de la filosofía de los sistemas tributarios en el mundo. Si en gobiernos anteriores, la guerra era un pretexto para reorientar el gasto público, ahora, de manera vergonzosa, nos dicen que hay que bajar los impuestos a las empresas para generar empleo. Los presidentes colombianos –Álvaro Uribe en particular– han manejado este país como si fuera su finca. En este sentido, los países centroamericanos –con excepción de Costa Rica–, conocidos por sus dictaduras paradigmáticas y sus frágiles economías, no tienen mucho que envidiarnos.
Mientras el llamado a indagatoria a Uribe por la Corte Suprema de Justicia no tenga un desenlace, el “uribismo pura sangre” tendrá una voz preponderante en el debate político. Su preocupación principal es defender la honorabilidad de su líder supremo: para un patriarca como Uribe no hay peor castigo que el de ser relegado al olvido o de que su trayectoria política sea vista, retrospectivamente, como la de un tirano.