En buena medida se nos desapareció del alma la ‘ética de lo público’ y creemos que el bien particular debe primar sobre el bien común, camino que se vuelve más complicado cuando es inexistente la sanción social.
Basta ver transmisiones de televisión para constatar la forma aterradora como interactuamos los ciudadanos de hoy con los bienes públicos que nos proveen nuestras ciudades. Al visitar el Transmilenio en Bogotá duele ver la cantidad de colados a quienes nada les importa si dicho sistema es sostenible financieramente, si deben contribuir o no al servicio recibido, si ponen en riesgo o no su propia vida al colarse, simplemente creen que lo tienen merecido como sea. En las grandes ciudades de Colombia las personas botan la basura donde les plazca y creen que es responsabilidad de los municipios arreglar su desorden; se vandalizan o roban alcantarillas, estaciones de transporte o bienes en los parques, ante la mirada impávida de los ciudadanos sin que nadie denuncie o defienda lo común.
Una parte de las razones para esta triste realidad es que en el abordaje social hemos exacerbado el “discurso de los derechos” y se nos olvidó que también existe el “discurso de los deberes”. Ser un buen ciudadano supone beneficios del Estado y también obligaciones. Poco ayudan en esto, esas nuevas expresiones del activismo social vandálico que no es consciente de respetar los derechos de otros, que abusa de los derechos propios y que irrespeta la autoridad legítima e institucional.
En buena medida se nos desapareció del alma la “ética de lo público” y creemos que el bien particular debe primar sobre el bien común, camino que se vuelve más complicado cuando es inexistente la “sanción social”. Según Juan Luis Mejía, exministro de Cultura, esto tiene su origen en la ausencia del Estado en los territorios, en el abuso de las normas y las leyes, en la falta de efectividad de los derechos y en la ilegitimidad de algunas instituciones. Yo le agregaría, en los discursos de odio, mentiras, polarización y “adanismo” de nuestros líderes políticos a quienes se les olvidó construir sociedades basadas en la esperanza, en la convivencia o en reconocer lo bueno construido en la historia en nuestras naciones.
Cómo no dolerle a uno la expresión de la propia vicepresidenta de la República, quien en un discurso reciente afirma respecto a la permanencia en el poder: “Ese cambio no se logra en tan solo 4 años. Fueron 500 años de sembrar en nuestro país una política de muerte y desenraizar esa política, tal vez, nos tome más tiempo y sea la tarea que les toque continuar a las nuevas generaciones”. ¡No vicepresidenta!, independiente que quieran o no continuar, y será la democracia la que decida, lo que es inaceptable es que creamos que 500 años de nuestra historia de nación hayan sido de muerte y destrucción. Hemos tenido aciertos y muchos en el camino y ese mensaje fatalista y de odio en nada ayuda a nuestra mejor convivencia y cultura ciudadana.
Nos corresponde a todos, y en particular como instituciones educativas, insistir en esas competencias ciudadanas, una formación más centrada en el valor de lo público, promover liderazgos basados en el bien común, en el consenso, en el amor y en la sana convivencia. Y les corresponde a los líderes dejar tanto “discursito” de división, derrotismo y destrucción de nuestro pasado positivo.
Todas las columnas del autor en este enlace: José Manuel Restrepo Abondano
*Rector Universidad EIA
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