Una de las campañas electorales más desgastantes de las que tengo presentes acaba de terminar. Tenemos Congreso y presidente nuevos, un reacomodo de las fuerzas políticas y unas reflexiones que, no quepa duda, dan cuenta de un cambio sustancial en Colombia. Después de ocho años de férrea oposición, el Centro Democrático llega al poder con un panorama que, sospecho, está lejos del que tuvo el hoy senador Uribe durante sus dos periodos presidenciales, cuando contaba con una amplia favorabilidad representada en votos y en mayorías en el Congreso.
Si bien hoy el presidente electo Duque tiene claro que ostentará casi al 80% del Senado y de la Cámara, no así lo será en cuanto al respaldo popular, donde tiene como precedente haber ganado la presidencia de la República con 10 millones de votos, frente a los nueve millones que suman Gustavo Petro y el voto en blanco. El primero reto, entonces, de Iván Duque será que exista la capacidad de construir puentes entre los dos países que quedaron más claramente definidos el pasado 17 de junio y que no sucumba a la arrogancia. Con los antecedentes de su Partido, allí declaro un moderado optimismo.
Duque llegó al poder con el gran respaldo de las regiones más desarrolladas del país, donde se concentra la mayor proporción del producto interno. Salvo Bogotá y el Valle, donde perdió pero obtuvo votaciones importantes, es claro que el país más desarrollado votó por aquel discurso que le brindó confianza que el cambio no tocaría sus conquistas más importantes ni que daríamos un salto al vacío. También es ese país que desde hace poco más de una década dejó de sentir los efectos del conflicto armado y que hoy ve con escepticismo que sea necesario ceder para callar los fusiles de las FARC. Bajo esas condiciones, el discurso de Duque (¿o Uribe?) caló y logró generar la confianza suficiente para amarrar 10 millones de votos. Sin embargo, ¿y el otro país qué papel juega?
Basta ver la diferencia entre la votación de la Bogotá del Norte y las localidades del sur para saber que hay un abismo aún grande entre esos que yo denomino los dos países. Abismo que siempre ha existido, pero que no había tenido la capacidad de manifestarse con vehemencia. Uno de los grandes éxitos del proceso de paz que adelantó el gobierno de Juan Manuel Santos fue, justamente, que se visibilizó a ese país de la periferia y que dejó rastro durante la votación del plebiscito. Si bien el No urbano se impuso, el Sí rural no puede ser desestimado y un gesto de total grandeza del próximo presidente es escuchar a ese otro sector que tampoco votó por él, pero que cree que más allá de un acuerdo de paz necesita que lo integren a la Colombia privilegiada.
Sin embargo, frustra ver cómo desde la derecha afín al próximo presidente se refieren a los votantes del Sí, de Petro, de la izquierda, de otros que no son uribistas, como vagos, guerrilleros e incluso explican el voto por estas corrientes porque hay narcotráfico y no porque existen unas necesidades aún enormes, muchas de ellas asociadas a la guerra que aún ven próxima, esta vez por cuenta del discurso del partido ganador de las elecciones en Colombia. Eso me hace moderar mi optimismo sobre si Colombia está frente a una posibilidad grande de unir a los dos países. Por lo menos, no siento confianza en que lo logre Iván Duque. Sólo nos resta esperar.