Estamos ante una sociedad que lee pero no entiende, una sociedad que cuida más el perfil de Instagram que la salud mental.
Ante la falta de empatía, valor fundamental en la convivencia humana, es imposible reconocer el sufrimiento del otro.
Una sociedad como la colombiana que vive inmersa en una tormenta informativa poco confiable; de tecnología omnipresente, adictiva, donde la inmediatez fomenta respuestas impulsivas e indolentes frente al sufrimiento ajeno; una sociedad donde fracasaron los sistemas educativos y culturales para fomentar el respeto y la tolerancia como pilares fundamentales de la convivencia; una sociedad donde el temor es utilizado como mecanismo para manipular la percepción social… es una sociedad ideal para que grupos radicalizados impongan (a través del rechazo y la exclusión) su limitada visión del mundo y aparezcan monstruos como Pablo Escobar como un iconos patrios en camisetas, llaveros, ruanas…
Una sociedad donde los medios de comunicación, los discursos políticos y religiosos, presentan la violencia como una respuesta válida ante conflictos sociales, es una sociedad que insiste en la inocencia de Álvaro Uribe Vélez. Y una sociedad así, es, sin duda, una sociedad enferma que venera la degradación de lo que consideramos humano: empatía y compasión, justicia y equidad, responsabilidad y ética, entre otros principios fundamentales para la convivencia.
Una sociedad enferma, sin criterio propio, sugestionable y receptora pasiva de discursos manipuladores, es una sociedad sumergida en la paradoja: nunca antes con acceso a tanta información, y sin embargo, nunca antes tan desconectada de la realidad.
En tal medida, estamos ante una sociedad que lee pero no entiende, una sociedad que cuida más el perfil de Instagram que la salud mental; una sociedad que mide el contenido en likes y no en veracidad; una sociedad que ama lo efímero por encima de lo valioso; una sociedad que limita la vida al diagnóstico de una creencia para evadir el discernimiento y la confrontación; una sociedad que normaliza la violencia.
El pan de cada día
No quiero ser mamerto. Pero, muy a mi pesar, prefiero serlo y escandalizarme ante los crímenes recientes que han sacudido la conciencia de quienes, espero que sean muchos, aún pueden indignarse. Uno de los casos más atroces es el asesinato de Sara Millerey González, mujer trans brutalmente atacada por un grupo de hombres. Entre los presuntos responsables, está Juan Camilo Muñoz Gaviria, alias Teta. El salvajismo de Muñoz y sus cómplices no son más que la incapacidad social de lidiar con la diferencia. Esto ratifica la miopía de una sociedad fundamentada en modelos binarios y heteronormativos que invalidan identidades de género y orientaciones sexuales diversas; una sociedad intolerante basada en el miedo colectivo que ha perdido el sentido de la vida; una sociedad que ha transformado los individuos en mercancía, eliminando, así, la búsqueda individual y continua de significado de la existencia. Tal vez por ello, un individuo que posee la facultad de pensar y conmoverse, no se inmute al ver agonizar a otro humano con las piernas y brazos fracturados, en su última agonía, en el último reflejo muscular de la desesperación.
Ante la falta de empatía, valor fundamental en la convivencia humana, es imposible reconocer el sufrimiento del otro. Este es otro síntoma de una sociedad enferma; una sociedad que impone la barbaridad a la diferencia, la aniquilación a la escucha y la perversión al concilio.
Y el asesinato de Sara no es un caso aislado. La violencia contra la comunidad trans es sistemática, estructural, y evidencia la transfobia como gen de una sociedad enferma que sigue cobrando vidas, una sociedad donde colapsó el respeto por la diferencia; una sociedad rica en narrativas simplistas que refuerzan prejuicios y justifican la violencia.
La droga del bruto
Otro caso que me hace gárgaras de sombra en la boca del estómago, es el abuso sexual cometido por el pastor José Ramírez, en Caldas. José después de abusar de su hijastra quiso asesinarla. Y más espeluznante que el pastor, son la esposa de José (madre de la niña) y los miembros del Ministerio Apostólico del Reino que, justifican y minimizan estos actos bajo el pretexto de la fe. Cuando los actos de Ramírez, supuesto líder espiritual, son de la magnitud de Garavito quién, también, habla en nombre de Dios, para ocultar su podredumbre.
Cuando hombres como Ramírez deberían ser motivos suficientes para encender todas las alarmas porque, los fanatizados, han sido estafados al comprar el hiperindividualismo extremo de un pastor bajo la etiqueta de un modelo colectivo solidario. De esta forma, lo personal se sobrepone a lo social, en nombre de lo social. Luego, monstruos como José se ponen la máscara de tipos bonachones y bondadosos; y crean el escenario perfecto para expandir, con los más débiles, las perversiones más soterradas.
Lo irónico es que hombres como Ramírez se llenan los bolsillos en nombre de Jesús a quien, siendo un nómada y un vagabundo, poco o nada, le importó el diezmo. Se llenan la boca en nombre del Mesías para autorizar el abuso sistemático con los más necesitados, de quienes, lo proclamó el hijo de Dios, será el reino del cielo.
La manzana podrida
El abuso infantil en Colombia es una problemática alarmante. Sobre todo, al atestiguar el caso Freddy Castellanos, hombre 36 años, profesor en el barrio Villa Javier, en la localidad de San Cristóbal, Bogotá, acusado de cometer abusos sistemáticos contra menores en un jardín infantil. Las víctimas ascienden a siete niños de los cuales hay dos contagiados con VIH. Según los padres, el monstruo, no sólo tenía contacto con los niños de su salón (21 niños), sino con los de otros grupos durante los recreos y el almuerzo.
O el hombre que fue capturado en Envigado tras abusar, desde el 2022 hasta el 2025, de su hija de 7 años y su cuñada de 13 años. El hombre, aparte de intimidarlas, también grababa videos de lo que les hacía a las niñas.
Este problema de las depravaciones sexuales va más allá de los individuos. Es síntoma de una estructura social enferma, donde el abuso se perpetúa en la sombra y devora, de manera acelerada, los valores fundamentales que guían el comportamiento humano como la empatía, la dignidad y la responsabilidad de cuidar a los más pequeños, los que necesitan más cuidado. Porque una sociedad incapaz de reconocer el dolor del otro compromete el respeto por la dignidad humana.
La psiquis de los monstruos
Cuando la mujer del pastor y miembros del Ministerio Apostólico del Reino respaldan a Ramírez, argumentando que violó e intentó matar a la menor porque lo poseyó un demonio; cuando por Facebook, X, Instagram usuarios como Armando Capito (@ArmandoCapito), Adolfo Mario Castro (@djadolfomario), entre otros, publican mensajes, sin evidencia, afirmando que el caso de Sara Millerey fue “justicia social” y no transfobia; cuando Freddy Castellanos se disfraza para evadir a la justicia y se oculta en la casa de su mejor amiga (quién dice no estar enterada de las atrocidades de Castellanos) y no acepta los cargos que le imputan; cuando a las afueras de los juzgados de Paloquemao, Bogotá, un grupo de manifestantes, portando máscaras con el rostro de Uribe, apoyan al acusado por presuntos delitos de soborno en actuación penal y fraude procesal, delitos que Uribe ha negado; cuando en el comercio se exhibe la imagen de Pablo Escobar entre café, flores, montañas… como símbolo patrio; lo que se manifiesta es la ignorancia y la descomposición de lo humano en una sociedad enferma.
Una sociedad que reduce la identidad individual a etiquetas rígidas que buscan homogeneizar el pensamiento y el comportamiento; una sociedad que favorece la discriminación contra grupos vulnerables y justifica la exclusión como un mecanismo necesario para mantener un supuesto orden; una sociedad donde la injusticia, el abuso y la desigualdad se estetizan como elementos de consumo dentro de discursos culturales y sociales.
Una sociedad donde se ha dejado de distinguir el bien del mal, se obedece sin siquiera pensar en la cabeza que se lleva sobre los hombros. Una sociedad donde los victimarios se justifican con el perdón para acudir al beneficio del olvido y así, nunca realizar una reparación de la víctima. Una sociedad donde el victimario se vende como víctima para tapar sus actos y quedar impune. Una sociedad que apela al espectáculo mediático para engrosar las excusas y las mentiras, con el fin de evadir los hechos concretos y comprobables.
Una sociedad donde, más que la corrupción, tiene putrefacta la estructura moral. Porque es inamisible que se justifique lo injustificable de agresores como Juan Camilo Muñoz Gaviria, José Ramírez, Freddy Castellanos, Garavito, Pablo Escobar, entre otros. Porque el monstruo viola y lo disfruta. El monstruo, luego de saber lo que hizo, va a la vergüenza para lavar sus actos ante la opinión pública y tercerizar la culpa. El monstruo niega sus actos o da varias versiones de los hechos para dilatar la responsabilidad. El monstruo afirma que siempre la culpa es de los otros.
Por lo que la religión, el gobierno, la educación, la familia… desde el maltrato y el abuso, son una pandemia que promueve, desde corazas publicitarias: la perversión evangelizada, el miedo como herramienta de control, la polarización, la alienación moral, la fetichización del sufrimiento y la ignorancia para que, cada vez, sea más plausible la lógica perversa del agresor mártir. Mientras que la víctima, esa carga incómoda, hay que callarla.
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