Una sentencia histórica que reaviva la tensión entre necesidad y legitimidad

No sorprendió. La Jurisdicción Especial para la Paz -JEP-, un tribunal transicional creado en virtud de una negociación política entre el Estado y la extinta guerrilla de las Farc se acogió a lo establecido en el Acuerdo Final de 2016 y sentenció a siete exintegrantes del último secretariado fariano a la pena máxima: ocho años de sanciones restaurativas bajo un régimen de condicionalidad excepcional con monitoreo de la Misión de Verificación de las Naciones Unidas.

Esa histórica sentencia en el macrocaso sobre secuestros removió las aguas fangosas de la discordia y sacó a flote discusiones que, en realidad, no son nuevas, entre ellas: la desproporcionalidad percibida entre las actividades restaurativas versus el daño causado; la centralidad de las víctimas; la colisión entre la justicia retributiva -cárcel, cárcel y más cárcel- y la justicia transicional; la simultaneidad entre el cumplimiento de la sanción y la participación política; la financiación de las sanciones. Muchas de esas discusiones se remontan a los años de la negociación en La Habana y no revisten mayor novedad.

Queda absolutamente demostrado que la JEP se ajustó con precisión a lo dispuesto en el punto cinco del Acuerdo Final; al menos, en relación con la pena más alta a los máximos responsables de crímenes de la guerra y lesa humanidad y con seguridad en los próximos meses, conforme la sentencia se operativice pasando del escritorio al territorio, se van a aclarar asuntos prácticos que hoy resultan inciertos y confusos.

Ahora bien, lo que siguió luego de la expedición de la sentencia fue el reavivamiento en la opinión pública de una tradicional tensión entre necesidad y legitimidad. Vamos por partes.

Necesidad.

Se debe recordar, siempre, que la guerrilla de las Farc no llegó a La Habana derrotada, sí se encontraba estructuralmente debilitada tras la feroz arremetida de una siniestra política de “seguridad democrática” que le propinó golpes contundentes y además a Santos en sus primeros meses en la Casa de Nariño tampoco le tembló el pulso para autorizar acciones tan estratégicas como el bombardeo a Alfonso Cano. Pero aún así las Farc llegaron al diálogo como un actor político alzado en armas que tuvo la audacia de negociar un modelo de justicia transicional al cual se sometieron.

Quienes piensan que las Farc se sentaron en la mesa de diálogos con la intención de deponer su extendido alzamiento armado para no participar en política electoral y meterse 40 años en una cárcel común, pues simplemente padecen de un caso grave de ignorancia crónica; o deliberadamente olvidan_ que el proceso se trató de una negociación de naturaleza política para salir de un conflicto armado de medio siglo.

La JEP fue una solución novedosa entre las partes para impartir justicia y centralizar los derechos de las víctimas en el marco de un modelo transicional y restaurativo, con objetivos, si se quiere, distantes a los que se plantean con la justicia ordinaria; desde criterios de priorización y selección que buscan develar patrones de macrocriminalidad y sancionar a los máximos responsables. No se trata de resolver un caso a caso en un universo de victimización inabarcable que a lo mejor tomaría siglos. De ahí que se entienda el malestar de muchas víctimas con la sentencia, pero valorar tanto el procedimiento como las decisiones de la JEP bajo los criterios de la justicia ordinaria implica de entrada partir de un evidente error de comprensión.

La justicia transicional es extraordinaria y eso fue lo que se acordó en La Habana.

Vuelvo a repetir, la sentencia se ajuste con precisión quirúrgica a lo acordado en La Habana y al compromiso -cuestionado por muchos sectores políticos, claro está- con el aporte a la verdad y el reconocimiento de responsabilidad por parte de los integrantes del último secretariado fariano. Quienes desde hace algunos años ya vienen adelantando actividades con sentido reparador y restaurativo que les representará una leve reducción en la temporalidad de una sanción que no puede incrementar así sean condenados en otros macrocasos.

Le corresponderá a la JEP operativizar las sanciones con mecanismos claros de cumplimiento, monitoreo, seguimiento y financiación. Es un gran reto. El apoyo de la comunidad internacional, el Gobierno nacional y los gobiernos territoriales, será clave para que las sanciones no se conviertan en la crónica de un fracaso anunciado.

Legitimidad.

Hay sectores políticos, sociales y organizaciones de víctimas -con ciertos vasos comunicantes entre ellos- que nunca han reconocido la legitimidad de la JEP. Si no lo hicieron cuando se negoció como modelo de justicia transicional, cuando pasó a formar parte de la Constitución o cuando fue respaldada por la Corte Constitucional, nada me lleva a creer que lo harán ahora que se conoce la sentencia contra el grupo de excomandantes farianos. Su percepción sobre la justicia transicional ya no cambió en una década y francamente no tiene sentido insistirles en lo contrario.

Pero si tiene sentido problematizar el tipo de legitimidad que por estos días le asiste a la JEP. Esa legitimidad, desde mi perspectiva, se estructura en torno a tres niveles. Primero, la inicial que nace del Acuerdo Final -como un documento con validez jurídica refrendado por el Congreso tras el plebiscito- y que se materializó en su creación normativa. Es una legitimidad institucional de origen donde confluyeron las tres ramas del poder público con un fuerte respaldo de la comunidad internacional.

Segundo, una legitimidad social espaciada durante su mandato y concomitante a su despliegue territorial. Acá resulta importante su articulación con los componentes extrajudiciales del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y Garantías de No Repetición: la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad y la Unidad para la Búsqueda de Personas Desaparecidas. En este nivel de legitimidad la JEP fundamenta la validez y pertinencia de la justicia transicional-restaurativa entre las víctimas -acreditadas y no acreditadas en los diversos macrocasos-; las organizaciones sociales; la academia; la comunidad internacional; y la ciudadanía en general.

Tercero, una legitimidad política. Ciertamente la JEP no es un tribunal que opere bajo lógicas partidistas o electorales; sin embargo, sí se ha convertido, en medio de un ambiente caldeado y polarizado, en un permanente campo de confrontación. Con ataques que a veces provienen de las huestes de la izquierda o de la derecha. Y así la JEP no se asuma en controversias políticas o reciba instrucciones del gobierno de turno o de los comparecientes más politizados, los ataques constantes si reducen o restringen el alcance de su legitimidad social.

Lo ideal sería que todos los sectores políticos respeten el mandato constitucional de la JEP, sin busca politizar, para bien o para mal, sus procedimientos o decisiones, propiciando una suerte de inmunidad política. Pero eso ya no pasó. Y ad-portas de iniciar una temporada electoral que pinta intensa, todo parece indicar que sus decisiones serán empleadas por la derecha como un “memorial de agravios” para agitar la indignación y pescar votos.

Sé que la discusión es muy amplia y no se supera en una breve columna, ni más faltaba, la tensión entre necesidad y legitimidad permanecerá hasta que la JEP deje de existir. Se necesitará de una generación con posteridad al año 2032 para volver la vista atrás y valorar sin el calor apremiante de la coyuntura su legado. Si la necesidad y la legitimidad social -la más importante en clave histórica- se logran equilibrar, considero, con cierto optimismo, que podría ser un legado positivo.

Fredy Chaverra Colorado

Politólogo, UdeA. Magister en Ciencia Política. Asesor e investigador. Es colaborador de Las2orillas y columnista de los portales LaOrejaRoja y LaOtraVoz.

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