Una promesa que no alcanza

El aumento del salario mínimo para el 2025 ha sido anunciado como un triunfo para los trabajadores colombianos. Sin embargo, bajo la superficie de las cifras y los aplausos oficiales, hay preguntas incómodas que el gobierno prefiere evitar: ¿qué tan efectivo es este incremento para aliviar la desigualdad? ¿Qué efectos secundarios tendrá en una economía que todavía carga con el peso de la informalidad y la baja productividad?

La decisión llega en un contexto de inflación persistente. En 2024, los precios aumentaron a niveles que superaron las expectativas del Banco de la República, erosionando el poder adquisitivo de millones de hogares. La lógica detrás del aumento es clara: el salario mínimo debe ajustarse para que las familias puedan recuperar algo de lo perdido. Pero la realidad es que la inflación actúa como un impuesto regresivo que golpea más duro a quienes menos tienen.

Las cifras del DANE son reveladoras: cerca del 58 % de los trabajadores colombianos está en la informalidad. Para ellos, este aumento del salario mínimo es irrelevante porque sus ingresos no dependen de contratos legales ni de decretos oficiales. Viven de trabajos temporales, ventas ambulantes o actividades agrícolas mal remuneradas, y son los más vulnerables al alza en los precios de bienes básicos.

Entonces, ¿a quién beneficia realmente este aumento? Para los trabajadores formales, ciertamente es un alivio, pero no lo suficiente como para compensar el incremento de los costos de vida. Para los empleadores, especialmente las pequeñas y medianas empresas, el aumento representa un desafío. Según un informe reciente de Fedesarrollo, las mipymes, que generan más del 80% del empleo formal en Colombia, enfrentan márgenes de ganancia cada vez más estrechos. Aumentar el salario mínimo significa mayores costos laborales que muchas no pueden asumir, lo que podría llevarlas a reducir personal o, peor aún, cerrar.

El gobierno, como en años anteriores, ha celebrado este aumento como un logro social, pero su alcance es limitado. Aumentar el salario mínimo es políticamente popular, pero no aborda los problemas estructurales que mantienen a Colombia atrapada en el subdesarrollo económico. La baja productividad, la informalidad laboral y la falta de acceso a educación de calidad son problemas que no se resuelven con un decreto anual.

Además, hay otro efecto colateral del que poco se habla. Cuando sube el salario mínimo, también lo hacen los costos atados a él, como las multas de tránsito, las cuotas moderadoras en salud y las matrículas en algunas instituciones educativas. Esto crea un efecto en cascada que termina afectando a todos, incluidos quienes no reciben el salario mínimo.

El debate sobre el salario mínimo no puede seguir siendo un espectáculo anual en el que el gobierno muestra su supuesto compromiso con los trabajadores. Es hora de hablar de reformas estructurales: una política laboral que fomente la formalización, una reforma fiscal que reduzca la carga sobre los más vulnerables y un plan de desarrollo que priorice sectores con potencial de crecimiento sostenible.

Colombia necesita algo más que aumentos simbólicos. Necesita un gobierno que no se conforme con parches, sino que tenga el coraje de enfrentar los problemas estructurales con visión y decisión. Mientras tanto, el salario mínimo seguirá siendo lo que siempre ha sido: una promesa que no alcanza.

Laura Cristina Barbosa Cifuentes

Comunicadora Social y Periodista

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.