Una posible metafísica del poder

¿Es factible dar una explicación metafísica de lo queses el poder? La respuesta es dificultosa. Sin embargo, desde la filosofía podemos hacer una aproximación a partir de la obra Platón, Aristóteles, Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes o George W. Hegel, entre otros. Aunque vemos que en todos estos casos casi siempre se aplica a un orden político.

Otra opción es indagar en la obra de Michel Foucault. Según opinan algunos fue quien mejor lidio con el tema. Empero no está del todo libre de contradicciones. Al investigar en sus libros se puede decir con más énfasis que todavía no se llega a tener las definiciones buscadas. Su obra trae más dudas que certezas. Porque después de reflexionar por un tiempo en ella nos encontramos que cualquier cosa que se diga no satisface del todo. O satisface a aquellos que pretenden quedarse solo en la parcialidad de la superficie.

No obstante, si bien el escritor francés ha tratado ampliamente este espectro, solo aparece aplicado a los diferentes ámbitos humanos: como al saber, a la escuela, a la medicina o a la prisión. Se nota a simple vista que no logra desarrollar una metafísica de él, sino apenas una microfísica, hasta llegar a una instancia más abarcadora a través de la biopolítica. En otras palabras, lo analiza en el orbe de lo puramente profano, social y gubernamental. Es aquí que quedamos en el mismo lugar por donde empezamos.

¿Debemos dejar entonces el asunto en el terreno de lo conocido? Sí. De otro modo sería traspasar las fronteras de la filosofía y caer en el campo teológico. Lo que abre la posibilidad de que quizás el tema nos imponga un riesgo que no todos se atreven a transitar. Me refiero a dar, como diría Karl Jaspers, “un salto de fe”. Implica ir más allá del campo antropológico y su búsqueda de dominación por fines puramente ambiciosos y profanos, de la sociología y de la justificación de la razón que se comprende meramente con el pensamiento. Cuando la lógica ya no puede explicar a profundidad algo que evidentemente existe es ahí que hay que dar ese tranco. Lanzarse sobre un abismo sin red. Traspasar los límites para lo cual no hay conexión dialéctica.

Me pregunto si será por ello que solo se han aventurado a abordar el tema esoteristas como Julius Evola o literatos como John R. R. Tolkien. Es que construir una metafísica del poder requiere un giro de los habituales ejercicios humanos hasta pensarlo desde el terreno de las catástrofes naturales, y más aún, de las elucubraciones preternaturales que nos arroja al seno de las creencias espiritualistas -de hecho, el “Dios todopoderoso” es su símbolo máximo- o desde los mitos, como la inmensa saga del escritor británico de origen sudafricano.

Arthur Schopenhauer nos hablaba de una “voluntad”, de una intensidad, un “conatus”, un impulso vigoroso que no pudo soslayar de las tradiciones ocultas orientales en cuanto a una realidad absoluta: Brahman-Atman; pero en su caso la interpretó no como divinidad, sino como una sustancia suprema sin sentido ni significado. En esto, es justo aclararlo, Baruj Spinoza se le adelantó. Razón que retomará Friedrich Nietzsche en “La voluntad de poder” entendiéndolo como un vigor vaporoso, sutil, que decantará luego en la temible interpretación del Nacional Socialismo con respecto a “aumentar el espacio vital”.

El nazismo veía el poder como algo “dado” por la tradición ancestral. Como investido originariamente por lo celestial. Como proveniente de una suprema civilización polar anterior que legitimaba el exterminio del distinto. El Fuhrer – según Carl G. Jung- sería aquel “Cristo” que con su emergencia a la cancillería imperial encarnaría algo así como el arquetipo de Odín o Wotan y lograría lo que el cristianismo medieval no pudo: integrar las fuerzas oscuras de las núminas nórdicas arias en estado inconsciente con las huestes de Cristo como nueva consciencia, alcanzando un equilibrio entre la técnica y la naturaleza. Un delirio que costó demasiado caro.

El poder desvela las bajezas más crasas. Pareciera que es en principio una condición neutra pero que alcanza a despertar la esencia del mal. Es ante Mefistófeles que recurre el Doctor Fausto para saciar sus apetitos. Es el “pathos” shakesperiano, ya que incluye los celos de Otelo, la pasión de Hamlet, los crímenes de Ricardo III o la ambición de Lady Macbeth.

El poder es un empuje irreductible, una búsqueda inútil de lo supranormal, un pacto fallido con las tinieblas, un espectro que se encuentra inseparablemente atado a la guerra y a la devastación. Una pulsión que en el fondo es espirituosa, como una contienda irresistible por su posesión, alimentada por el “Élan Vital” de la historia que se epifaniza en principio como demasiado humana, pero que enmascara la “hybris” de lo divino.

Lo que muestra que el poder lo atraviesa todo. Desde ángeles a demonios hasta acabar en la pequeñez de los hombres. Es decir “yo puedo”. Es la voluntad de participar en un hacer ante un otro que no puede. Es una batalla hegemónica de potestades invisibles, de espíritus que se auto superan y no sin una cuota importante de violencia, terquedad, maldad, ruina, envidia y crimen.

La supremacía en tecnología, en armamento, en inteligencia, en posesiones materiales y mentales engendran las sangrientes luchas por él. El pez grande tiene más recursos que el pez chico, por lo cual este sucumbe presa de su mismísima impotencia. Pero el botín es una energía que pudre las entrañas de los vencedores.

Tener la bomba nuclear, por poner un caso, es una prueba de tener un horroroso plus que el otro no tiene. Esto es evidente. Ahora, entre dos actores que la poseen se enfrentan a una contingencia semejante. Pero justamente por poseerlo, por la propiedad de esa majestad, es que no deberían utilizarlo. La inmensidad de su obtención da además como resultado su imposibilidad. Es el castigo por la anatema. Es robarle la antorcha a los Olímpicos. Es despertar al monstruo a la víspera del día de San Jorge. Es abrir la Caja de Pandora. Es pagar el precio que pagó el sabio Abraham van Helsing por bajar al mundo de los muertos vivientes. Porque ejercer dicha capacidad atómica, emplearla, generaría el permiso a la facultad del otro, lo que llevaría a la “extinción mutua asegurada”. En cierto punto el mundo parecería dirigirse ciegamente hacia esa dirección.

En este caso, funciona como un súcubo atrapado en un frasco, como una penumbra solapada, reprimida, pero que, como el anillo de Sauron, su sola presencia degenera y consume a quienes lo ostenten.  Es la pretensión del hechicero que exhibe los dones de las sombras obtenidos por extorción que, a su vez, es portador de una oscuridad que lo seca, que destruye todos los valores. Tal vez sea aquel egregor nihilista de una nada progresiva que lo carcome todo.

Esto nos lleva a la reflexión que todos, en mayor o menor medida, no estamos exentos de su tenebrosidad. Todos tenemos o nos fue legado una cuota de él. Somos entidades con un cerebro más evolucionado que el resto de las especies. Tenemos potestad sobre los sentimientos de nuestros seres queridos y demás allegados, sobre nuestros animales y sobre la naturaleza en general. El hilo que divide el bien del mal es muy delgado. El poder nos habilita a ejercerlo, pero la manera de hacerlo es la clave para no ser devorados por él, lo cual la ética puede servir como escudo. El poder como dinámica es incontrolable y seductor. Se nos ha dado. Se vive como un regalo sagrado, potencialmente terrible. El hacer, el realizar, sirve para construir, del mismo modo que para destruir.

En la medida que lo ejerzamos debe ser equilibrado con el amor, la paz, la justicia, la mesura y la libertad, de otra manera caeremos dentro de sus fauces aniquilándolo todo, reservando para nosotros el mismo destino que tuvo aquel “aprendiz de brujo” que inmortalizó la música de Paul Dukas.


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Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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