Cuando estaba pequeña solía salir a jugar al parque, como cualquier niño en el barrio. Jugábamos ponchado, dieciocho, beisbol, rayuela, tin tin corre corre, y muchos otros juegos más; cada día después de la escuela nos reuníamos en el parque que quedaba justo detrás del edifico en el que yo vivía. Muchas tardes, ya cayendo la noche y aún desde el parque o ya en los edificios se escuchaba una balacera, al principio nos asustábamos por el estruendo pero luego, morbosos y curiosos, íbamos a reconocer al muerto. Una de aquellas veces el que había caído era el dueño de la panadería de la esquina, iba en su moto y alguien simplemente lo mató, ahí, en frente de su establecimiento; no tardamos ni un segundo en reconocerlo, en mi caso lo tenía muy visto, era un tipo muy amable que nos contrataba a mí y a mi grupo de amigas para bailar en la panadería cuando había fiestas o eventos y nos pagaban con pan, leche y mecato. En otras ocasiones pasaba por el parque o cerca de nuestro punto de encuentro “Chuqui”, un joven de veinte tantos años que era un “ratero” y se decía que también drogadicto; era hijo de un policía, el primer policía que lo apresó. Era un tipo tenebroso, lleno de cicatrices, una de esas era debido a un presunto machetazo en la cabeza. De él se contaban las historias más escabrosas, como que se había caído de un quinto piso y ahí seguía, atormentando a los niños del barrio y como él muchos otros “vagabundos” pasaban por ahí intimidándonos.
Así transcurrieron los años, en medio de juegos, muerte y delincuencia, hasta hacernos algo más mayores; muchos nos fuimos del barrio y perdimos el contacto con algunos pero escuchábamos sus historias, como que alguna de las niñas terminó ejerciendo el oficio de la prostitución, como su madre y su hermana, otro terminó “muerto por pandillero”, otro se fue del país y jamás volvimos a saber de él, otros pudieron estudiar y salir adelante, y otros nos reencontramos después de muchos años y construimos una relación maravillosa. La suerte de todos fue variada, dispersa y con el recuerdo de una infancia mejor que la de muchos otros niños colombianos, una infancia feliz, ¿una infancia feliz? Crecimos escuchando el ruido de la muerte perversa que azotaba nuestro barrio. Los padres y abuelos de todos nosotros salían corriendo al escuchar el ruido de las balas a ver si estábamos bien, temiendo una bala pérdida, una equivocación, un malentendido o un arrebato de violencia que nos quitase la vida, crecimos con el miedo incrustado en los huesos, y nadie en nuestro barrio, escuelas, o iglesias nos podía asegurar una existencia más segura así que la solución fue simple y llanamente la normalización de la violencia. Eran cosas que pasaban, algo habrían hecho o algo debían, o el típico “así lo quiso dios”; cualquier excusa para justificar aquellas muertes crueles a la que estábamos ya acostumbrados.
Así como en mi barrio, muchos niños de muchos otros barrios del país crecieron igual. Conforme pasaban los años ya no atormentaba el sonido de los balazos, había tristeza de ver morir a los amigos, a los familiares, a los vecinos de toda la vida; afortunados fueron aquellos que pudieron salir de esos entornos, pero fueron muy pocos, al resto les tocó seguir su vida en medio de la catastrófica ciudad sin ley, sometidos e indolentes pues ya después de una vida entera viviendo al filo de la muerte propia o ajena ¿cómo no tener normalizada la violencia?, hoy en la edad adulta, muchos de esos niños y jóvenes que en los años noventa jugaban en medio de la muerte y el caos ya no se sorprenden por los asesinatos de la esquina, de la masacre de niños y jóvenes inocentes, siempre entra en función la justificación que nos enseñaron de niños, esa que usaban tanto de explicación como para asustarnos, “si haces eso tendrás una muerte segura”.
En todos esos años nunca hubo un ente de control que pusiese fin o al menos intentase menguar el mar de sangre que corría por los barrios, los policías que veíamos eran amigos del señor de la licorera que vendía drogas y contrataba a la mamá prostituta de la amiga. Algunos hasta se atrevían a echarnos “piropos” desafortunados a las niñas pequeñas que nos ruborizábamos y salíamos de allí con rapidez. En la actualidad todo sigue funcionando igual, los niños siguen jugando en barrios repletos de violencia, drogas y prostitución, la policía sigue haciendo la vista gorda y algunos, muchos, son cómplices de esa delincuencia brutal y esos niños cuando sean grandes, al menos los que lleguen a la adultez también creerán que, en comparación con otros niños tuvieron una infancia feliz.
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