“La picadura de aquel insecto, que fue tan dolorosa que se le antojó más parecida a una mordedura, la hizo lanzar la que sería su última queja en este mundo.”
Bueno, mis queridos lectores, no quiero ser un fatalista apesadumbrado, ni mucho menos un aprovechado de las circunstancias por cuenta del conato de epidemia que supone la reaparición de la fiebre amarilla —y que me perdonen los epidemiólogos por mi exageración o por lo menos por mi imprecisión en el uso de los términos—, pero decirlo de otra forma altera el sentido estético y literario de mis palabras, que además no hacen otra cosa que allanar el terreno de su imaginación, queridos lectores, con la historia que les traigo en esta oportunidad.
Esta es la historia de un personaje, como la mayoría de los míos, de ficción, pero que encaja perfectamente como posible, y de cómo una enfermedad que hoy en día es prevenible, antaño detuvo la construcción del Canal de Panamá, porque la empresa francesa que había logrado la proeza de conectar el mar Mediterráneo con el océano Índico a través del Canal de Suez fracasó al intentar hacer lo propio en el istmo. (A los gringos les tocó hacer de tripas corazón, sin importar los muertos, para terminar esa obra titánica, y cómo no, si tenían que hacer que valiera la pena la millonaria inversión por el pago al Estado colombiano a modo de indemnización por la pérdida de Panamá). Pero no vayamos tan lejos: fue también la responsable de la muerte de un centenar (tal vez exagero) de trabajadores ingleses que, en algún punto temporal entre el final del siglo XIX y el inicio del XX, se les encargó la tarea de construir las vías del tren que comunicaban a Cartagena de Indias con Calamar. A pesar de la ficción, hay una evidencia irrefutable, queridos lectores, que se encuentra en medio de la manigua, en algún lugar al sur de La Heroica, cerca a Matute, entre Cartagena y Turbaco, donde aún se encuentran los despojos de un cementerio anglicano adonde fueron a parar los trabajadores de las vías del tren. Ocurrió esto porque fue prohibido por las autoridades eclesiásticas de la época el entierro de estas gentes en los cementerios católicos, como una consecuencia tardía del problema de faldas que llevó a Enrique VIII, tal vez el más famoso de los reyes ingleses, a romper con el Papa y declararse cabeza de la Iglesia Anglicana. Pero dejemos a un lado la Historia y sigamos con nuestra historia, que por cierto, aparece como un cuento más en Narraciones Improbables y Otros Relatos Cortos, libro de mi autoría. Una incomprendida adelantada a su época que sucumbió a la fiebre amarilla.
Esta es la historia.
DOÑA RAFAELA
En un acto de rebeldía que nadie comprendió hasta que leyeron su testamento treinta años después, Rafaela Román decidió casarse de pantalón.
Era hija de inmigrantes gallegos que habían llegado a estas tierras por relaciones comerciales entre España, México y Lima, y, a pesar de que probablemente esas tierras eran mejores que estas, sus padres decidieron quedarse porque Cartagena era, junto con La Habana, uno de los últimos puertos de las rutas comerciales hacia España. Era perfecta para el padre de Rafaela, ya que las gentes de estas tierras eran aún creyentes fieles de las costumbres anticuadas de una vieja época colonial (no faltaban los que aún creían que vivían en un feudo de la corona española, aunque hacía casi cien años que se había logrado la independencia), lo que le permitía hacer sus turbios negocios comerciales fuera de la vista del Estado. Nadie se atrevía a revisar lo que él hacía.
De niña fue desahuciada por sus padres porque consideraban que era demasiado libertina y rara para la sociedad en la que nació. Lo cierto es que, si revisamos su vida y su forma de pensar con la lupa de la modernidad, probablemente hoy la consideremos un ser venido del futuro. Fue una mujer definitivamente adelantada a su época y, por eso, incomprendida para la mayoría de los cristianos que habían sido criados bajo las leyes dogmáticas de la Iglesia: los mismos que madrugaban para ir a misa y por la tarde pecaban sin remordimientos.
Cuentan que antes de su matrimonio, que había sido arreglado de acuerdo a las viejas costumbres —que incluían una seria revisión genealógica del pretendiente y la tasación de una buena dote—, se había acostado con su novio dos noches antes porque, según ella, no quería vivir toda la vida con un hombre que no conocía en la intimidad. Había incluso quienes la acusaban de haberse acostado también con un sirviente de su padre, un negro majestuoso al que todos llamaban Barón, no sé si por ser su apellido, sobrenombre o por otra cualidad física propia de su origen africano. Lo cierto es que esa versión no es más que un chisme que está muy lejos de ser comprobado, ya que en los círculos en los que se ventilaba tal teoría estaban plagados de mujeres (del mismo nivel social de Rafaela) que sufrían por ella una especie de vorágine de sentimientos que fluctuaban entre la desaprobación irracional a todo lo que ella hacía o decía y la admiración franca, aunque secreta. Y la razón de todo ello era su personalidad arrolladora; una mezcla de excentricidad y altanería que traspasaba los límites de lo socialmente aceptable para las mujeres de su alcurnia, un carácter que le mereció la fama de doncella imposible de emular.
Tuvo la suerte de que, a los dieciséis años, la casaron con un hombre que, afortunadamente, al poco tiempo amó profunda y sinceramente, porque desde aquel encuentro en la víspera de su matrimonio, surgió entre ellos un acuerdo tácito que le permitió manifestar su personalidad hasta su muerte. A él le encantaban sus arrebatos de locura; le encontraba sentido a sus actos rebeldes porque comprendía que, más allá de la incongruencia social de ellos, de fondo había una imposibilidad de los demás de comprender que esta mujer era de otro planeta.
Los primeros años del matrimonio transcurrieron sin la novedad de los embarazos, porque ella quería disfrutar de unos años de libertad con su esposo, y a este tampoco le afanaba la paternidad. Fue así como se fueron a vivir por tres años a Europa, con la excusa de que ella quería aprender a pintar con los grandes maestros vanguardistas de la época. Vivieron esos años, que ella consideraba los mejores de su vida, en Madrid, en una pensión en la que, casualmente, cohabitaron con algunos de los poetas más famosos de esa época y que posteriormente serían conocidos como la Generación del 27.
Su regreso coincidió con la aparición de la peste, de modo que les tocó adaptarse al brusco cambio de una vida bohemia en Madrid, al lado de los poetas y pintores, a vivir la incertidumbre de las fiebres y los escalofríos tropicales. Fue curada por la peste, como todos, y además se hizo muy amiga de Manuela Causil y, como contraprestación, le enseñó a escribir y a leer (aunque le pidió que no le dijera a nadie) y, por último, le regaló una libreta que trajo del viejo continente.
Los tres años siguientes a su regreso, su marido pudo hacer una pequeña fortuna con la ayuda de su suegro, que lo había relacionado con algunos negocios en Panamá, lo cual le trajo una buena fuente de ingresos.
En el décimo aniversario de su matrimonio, y justo un día antes del último viaje del año que su esposo tenía que hacer a Panamá, Rafaela consultó con Manuela sobre la sospechosa falta de embarazos. Manuela le dijo que el problema no era de ella, sino de él, y le recetó un tónico que solucionaría el problema, pero le recomendó que se lo diera sin que él se diera cuenta, para no hacerlo sentir mal, porque en esa época era inconcebible que la infertilidad fuera por culpa del hombre.
Esa noche terminaron revolcándose por todo el cuarto, como lo hicieron en la víspera de su matrimonio. Después, ella se vistió con el pantalón con el que se casó y ambos no pudieron evitar recordar la cara de todos durante sus nupcias. Después de una buena dosis de pasión, todo terminó de la manera más graciosa: ella haciendo una imitación de las caras de todos, en especial la de su padre, mientras caminaba con su pantalón, triunfante, hacia el altar, porque se había cumplido su voluntad y no la de los demás.
Al día siguiente, Rafaela despidió a su esposo en el muelle junto al mercado, con un beso al aire, mientras él le devolvía un te amo que jamás olvidaría. Esa fue la última vez que se vieron. Su barco sucumbió trágicamente a una tormenta en alta mar, una tormenta tan extraña que afectó a todo el Caribe.
Nueve meses después llegaba a este mundo el primer Manuel de aquella célebre generación de Manueles y Manuelas que nacerían después de que Manuela Causil curara el congelamiento de la matriz de las mujeres que, por culpa de aquella espantosa tormenta, dejaron de parir.
Manuel, el hijo de Rafaela, era la viva estampa de su padre, pero con la forma de ser de su madre, de modo que, más que una relación de madre e hijo, tenían una relación de complicidad que iba más allá del entendimiento natural. Por eso, durante la lectura del testamento que Rafaela había elaborado —que muchos, incluyendo sus padres, consideraban ilegítimo e ilegal, pues aún las mujeres no tenían los derechos que hoy tienen a la propiedad y a testar—, él comprendió finalmente el significado de aquel matrimonio extravagante.
A los cuarenta y seis años, Doña Rafaela murió a causa de una epidemia de fiebre amarilla que diezmó los barrios más pobres de la ciudad, justo después de que Manuela Causil terminara en aquel infame cuarto destinado a los dementes. Murió por llevarle la contraria a la sociedad en la que vivía, pues iba día de por medio a llevar comida a los enfermos.
Muchos decían que no era deber de las damas de sociedad ir a los arrabales de las postrimerías de La Popa; ese era, según la norma, un deber del clero. Sin embargo, ella no confiaba en los curitas y prefería estar en primera línea entregando ayuda, conociendo las verdaderas necesidades. En persona evidenció que, más allá de simplemente comida y ropa, estas personas necesitaban las herramientas para ganarse la vida de forma justa. Y ya que no surgirían de la noche a la mañana con simples limosnas, tenía que haber un cambio de fondo. Entonces aprovechaba esas excursiones para enseñar a los pobres, a los negros y a uno que otro indio a leer y escribir. También les enseñaba operaciones matemáticas básicas que les permitieran a estos seres humanos salir de la pobreza por sus propios medios.
El trabajo era de largo aliento. Ella entendía que no podía cambiar sola la realidad del populacho, y por eso se encargó de que su hijo aprendiera lo necesario para continuar su labor cuando ella ya no estuviera. Y aunque no estaba en sus planes morir tan pronto, la fatalidad la tocó —o, mejor dicho, la picó— en forma de mosquito.
Sabía bien que esa zona era especialmente atacada por los zancudos, que venían como una horda de siniestros vampiros miniatura, volando desde los caños que conducían a la ciénaga. Atacaban sin piedad a todo aquel que se cruzara en su camino. La hora predilecta para estos ataques aéreos era entre las cinco y las seis de la tarde, justo cuando Rafaela visitaba los barrios, ya que aprovechaba que el sol bajara un poco para esquivar el sofocante calor, inclemente para esa época del año, incluso para quienes estaban acostumbrados a él.
Como dije antes, ella iba día de por medio. Pero cuando iba hacía dos visitas el mismo día, por la mañana llevaba las ayudas, y por la tarde iba vestida de hombre para que no la reconocieran, no tanto los demás, sino los mismos pobres que visitaba porque ni siquiera ellos podían sacarse de la cabeza que leer y escribir era importante, y mucho menos aceptarían que una mujer les enseñara. Esa era la forma de pensar de aquella época, por el efecto de los siglos de exclusión: para ellos, era una abominación que una mujer pudiera enseñar algo más que bordar o coser.
La noche anterior, Rafaela despertó alterada, en medio de un diluvio que amenazaba con derribar la ciudad entera, y que terminó en una tragedia anunciada por los deslizamientos de La Popa. El agua, que comenzaba a encharcar su habitación, empapó sus pies, de modo que olvidó, por un momento, el sueño perturbador que la había despertado. Pronto, mientras secaba su habitación, cayó en ese estado onírico en el que la memoria se transforma irremediablemente en un sueño efímero, imposible de evocar con exactitud, pero que claramente sentimos como una irrevocable manifestación del destino. que nos alerta, como si fuera una macabra cortesía de tragedia griega, que la fatalidad se aproxima sin remedio.
La picadura de aquel insecto, que fue tan dolorosa que se le antojó más parecida a una mordedura, la hizo lanzar la que sería su última queja en este mundo.
Al inicio, la enfermedad se manifestó con unas fiebres intensas que duraron solo tres días, acompañadas de unas cefaleas que solo cedían con infusiones intravenosas de medicamentos de dudosa procedencia. Estos eran administrados por un doctor de nombre Belisario, un médico recién llegado de París, que aún no se había ganado la fama necesaria para que sus pacientes le confiaran su vida y su salud. La aparente remisión espontánea de la enfermedad —pues duró dos días sin fiebre— terminó de forma abrupta por un causa de un cuadro de vómito agudo y atroz que acabó de rematar su condición; al final, solo expulsaba coágulos de sangre. Su piel se tornó de un color amarillo, que contrastaba con las ojeras que se habían formaron en cuestión de horas.
Terminó su sufrimiento en casa, al cuidado de su hijo, entre conversaciones con personas que ya no pertenecían a este mundo. Conversaba especialmente con su esposo, recordando su vida en Madrid y lo felices que habían sido. Al final, logró ganarle un pequeño pulso a la muerte —o tal vez la muerte le concedió una tregua—. Lo cierto es que, en un momento de lucidez, dio instrucciones sobre cómo debía ser su sepelio y dictó lo que sería su testamento: una suerte de manifiesto que debía ser leído en su velorio para que todos supieran que Rafaela, la mujer de otro mundo, la adelantada a su época, la rara que fue objeto de burla y rechazo por sus congéneres, les había enseñado a leer y escribir a los pobres.
Su delicada cabeza quedó inclinada en una posición imposible mientras un pequeño hilo de sangre, que salía de su nariz, marcó el momento inequívoco en que la muerte completa su obra entre los mortales.
Hoy en día, aún se recuerda a Doña Rafaela, de pantalón, enseñando a los pobres a leer y escribir en los arrabales de las postrimerías de La Popa.
P.D. No olvide vacunarse si no lo ha hecho, querido lector, y no dude en escribirme sus comentarios a mi cuenta de X @sanderslois 𐬽
Comentar