¡¿Un retorno de la Edad Oscura?!

La mayoría de los pensadores contemporáneos coinciden en que nos enfrentamos a un cambio de época. Estas etapas suelen ser angustiantes por su indeterminación. En tal caso, se debería garantizar el traslado de los saberes para las nuevas generaciones, pero, sobre todo, asegurarse que estas tuviesen un acceso seguro a ellos.

Si lo pensamos desde esta perspectiva, la digitalización representa potencialmente un serio peligro con relación a la retención de datos y, por lo tanto, no es tan disparatado considerar la posibilidad de que algún día desaparezcan en un “agujero negro” virtual. Ahora, si esto ocurriese, ¿qué pasaría con nuestra época? ¿Sería olvidada? ¿Podríamos llegar a ser invadidos por tinieblas similares a las que cubrieron a los pueblos micénicos allá por el siglo VII a. C., o al Medioevo europeo? 

El historiador Arnold J. Toynbee supo iluminarnos acerca del eclipse de las civilizaciones. Las culturas que son arrojadas a estadios oscuros (oscuros porque pierden todo saber anterior), en ocasiones, renacen de sus cenizas a través de transmutaciones sociopolíticas y tecnológicas. Aunque su resurgimiento depende, en buena medida, de que conserven sus tradiciones y su línea de transmisión.

La globalización que comenzó en el siglo V a. C., cuando el Imperio Persa irrumpió en el escenario del Antiguo Oriente Próximo seguido por Grecia y Roma, dio como resultado una “protoilustración”. Luego en el siglo IV d. C., dicha cultura llegaría a su culminación al producirse por “efecto rebote” una “des-globalización” que hundiría a Occidente en un período sombrío y fragmentario conocido como la Edad Media.

El declive ocurrió porque el ciclo anterior, entre muchos otros factores, fue incapaz de ceder su inmenso legado. Da temor el pensar que la única manera de salir de una “aldea global” sea a partir de un horizonte apocalíptico o de una catástrofe de proporciones dantescas, donde los registros anteriores pasarían a ser desconocidos, lo que abriría luego la entrada a un orbe distópico y umbrío.

Ahora bien, ¿existe un paralelo entre la posantigüedad y la posmodernidad? Si se pudieran trazar algunas similitudes, tal vez apreciaríamos intuitivamente hacia donde se dirige nuestro desorientado mundo, como asimismo sus riesgos potenciales.

La expresión “desorientado” no es inocente. Las globalizaciones, si bien propician encuentros multilaterales, además de notables avances tecnológicos y comunicacionales, también generan dentro de su paroxismo una pérdida de sentido. En los polos una brújula suele despistarse. Y una sociedad mundial que pierde su norte sufre la irrupción de la irrazón e ingresa paulatinamente en su decadencia.

No es casual que la crítica a la razón estuviese en la agenda de los pensadores actuales, muy especialmente entre los trabajos de Michel Foucault, el profeta de la relatividad moral. Este intelectual estrella —en un extraño ejercicio del poder—, impuso que el “saber” es una forma de vigilancia, por lo cual el conocer se transforma ahora, no en un bien deseable, sino en una amenaza a la libertad; cuando debiera ser todo lo contrario. Ni los marxistas, ni los estructuralistas, ni mucho menos los posmodernos comprendieron que solo la ilustración puede traer emancipación.

Cuando la historia llega a su punto máximo pierde su dirección teleológica y dentro de su amnesia cae en un “sistema esquizofrénico” totalitario que se consume a sí mismo. Fallece.  El “Yo” o el sujeto cartesiano que sostiene la concepción del hombre se difumina en simulaciones de sí a través de un universo imaginario y, en consecuencia, la filosofía que da significado a su entorno resulta improcedente.

Uno hoy puede preguntarse cómo en este tiempo actual, donde la híperinformación está a la orden del día, semejante bagaje cultural podría llegar a extraviarse.  La disminución de lo analógico y el aumento de lo digital —y en breve lo cuántico—, nos traen al presente la posibilidad de que el enorme material acumulado se “apague”. Esto haría que en pocas décadas todo se olvidarse para siempre al estar en soportes inestables y perecederos.

La “economía del conocimiento” es poseedora de un fatídico nombre (“ahorro del saber”), donde se estimula cada vez más el simulacro de la realidad, para que la inteligencia de una minoría elegida siga anulando las neuronas de las mayorías. La desmaterialización del mundo es aplaudida como progreso.

Estamos saltando de lo tangible hacia el otro lado del espejo, a un orbe paralelo proyectado, y pronto no sabremos cuál es cuál. Sin embargo, dicha “economía” escasamente aporta algo con respecto a los saberes humanísticos, aquellos que pueden dar algún norte a las masas. Asimismo, el trabajo humano se reduce a “aplicaciones” que enlentecen las mentes y el lenguaje cotidiano se degrada en “emojis” como jeroglíficos transmodernos, donde el pasado poco importa; allí lo mágico y lo radical de lo religioso imponen su hegemonía sobre la libertad y la razón; entonces el resto, ahogándose en su liquidez, está destinado a depender de recursos energéticos finitos.

Lo peor que le podemos legar a las generaciones futuras es la evanescencia de la realidad. Esta está fragmentada. Susan Sontag, en su brillante ensayo “Sobre la fotografía” reflexiona cómo la imagen detenida y retenida no necesariamente vence al tiempo, sino que, al contrario, astilla la realidad. La pérdida de la misma está en creerse que uno “es” el de la fotografía y de esa manera se “deshabita” el sujeto auténtico. Hay que destacar que cuando su ensayo fue publicado (1977) todavía la fotografía tenía “entidad”, era sustancia; hoy ya ni siquiera es papel, es una representación fugaz e instantánea que rápidamente quedará aniquilada en el océano de la virtualidad.

En la película de 1960 “The Time Machine” basada en la novela de H. G. Wells, cuando el protagonista George Wells (Rod Taylor) llega al futuro, al año 802.701, descubre a una sociedad apática que lo ha perdido todo. La escena en que se encuentra en una antigua biblioteca y al tomar un libro este se deshace en sus manos es paradigmática. Aterradora. Tétricamente posible.

La pérdida creciente de los textos impresos en papel a través de su digitalización indiscriminada puede que anuncie el peligro que envuelve el guardar los contenidos de nuestra civilización únicamente dentro de “softwares”.  La red de Internet, como una “ciber-biblioteca de Alejandría” (donde no todo tiene valor) puede hoy desaparecer y la sabiduría de antaño puede llegar a ser simplemente nada. Hoy no se necesita de un gran incendio, ni siquiera de una catástrofe nuclear, los soportes de lectura van progresando todo el tiempo; miles de millones de páginas inaccesibles ya quedaron flotando en el “plano astral” del ciberespacio o en un “inconsciente colectivo virtual”; solo con remplazar unos pocos algoritmos de búsqueda o cortar unos cables es más que suficiente. 

En conclusión, no es descabellada la contingencia de caer en una nueva Edad oscura, en el extravío total de la ciencia que acumuló la Humanidad. Dichos anales dependen de sostenes cada vez más sutiles y volátiles. Esto tal vez ocurra cuando se realicen “las exequias al Dios digital”. Pero más allá de la ficción, ensombrece el futuro el tan solo imaginar, que una “Era ignota” pueda ser parte del entramado de lo posible.


Todas las columnas del autor en este enlace: Sergio Fuster

*Columna publicada anteriormente en “La Gaceta Mercantil”

 

Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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