Ocurrió hace ya mucho tiempo. Tenía yo catorce o quince años. La edad de la retentiva, de las impresiones indelebles. Eran los primeros días del mes de diciembre, un sábado en la noche. Había ido a cine con mi hermano Pascual al Centro Comercial Oviedo en Medellín. Fuimos caminando, uno al lado del otro, silenciosos, inmersos en la cavilaciones tristes de los adolescentes. No recuerdo mucho más. Ni siquiera el nombre de película.
Pero un incidente, una pequeña anécdota me quedó grabada para siempre. Al final de la proyección, en el momento de los créditos, alguien hizo estallar una papeleta al interior de la sala. Hubo una pequeña conmoción. Algunos gritos y risas de celebración. Muchos salieron corriendo. Nosotros no. Esperamos un rato y salimos tranquilos, resignados. Era evidente que se trataba de una chanza de mal gusto. Las risas venían precisamente de allí, de un grupito de aspirantes a vándalos que celebraban ruidosamente su fechoría.
Mientras salíamos de la sala, en medio de la confusión, escuché que un señor ya entrado en años, le decía, en un acento extranjero (italiano en mi memoria, pero la memoria inventa lo que no sabe), a un niño que llevaba de su mano: “esta sala está llena de idiotas”. Recuerdo la frase con toda su fuerza y precisión. Implacable. Certera e inolvidable ya puedo decir.
Ayer en la noche, después de pasar un tiempo (perdido) en las redes sociales, en medio del fanatismo político, del intercambio de imprecaciones y noticias falsas, de la ferocidad verbal y la ausencia absoluta de ironía e introspección, recordé, por cuenta de los atajos impredecibles de la memoria, esa frase, esa protesta precisa, necesaria y urgente, “esta sala está llena de idiotas”.