Hablar del panorama político actual en Colombia es hablar de un país cansado, pero no vencido. Somos testigos de una polarización que divide familias, de promesas que se repiten en cada campaña y de una desconfianza creciente hacia quienes nos gobiernan. Al mismo tiempo, vivimos las dificultades de una economía inestable, de la inseguridad que golpea regiones enteras y de una corrupción que parece nunca tener fin.
Y sin embargo, pese a todo, aquí seguimos. Con la convicción de que este país puede ser distinto. Porque cuando uno recorre las calles, conversa con la gente del común o escucha a los jóvenes, encuentra algo que la política no ha logrado borrar: la esperanza.
Colombia necesita un rumbo que nos una. No se trata de estar de acuerdo en todo, sino de reconocer que el futuro no puede construirse desde la confrontación permanente. Necesitamos instituciones fuertes, justicia que sea justicia de verdad y líderes que comprendan que gobernar es servir y no servirse.
También es momento de poner en el centro lo que realmente transforma vidas: educación, empleo digno, apoyo al campo y a los emprendedores, igualdad de oportunidades. Ahí está la verdadera política, no en los discursos encendidos que dividen, sino en las decisiones que dignifican.
Yo sueño con una Colombia reconciliada, donde la diferencia no sea un motivo de odio, sino de aprendizaje; donde la palabra paz no sea una utopía, sino una realidad cotidiana. Y aunque el camino es largo, creo firmemente que lo lograremos si empezamos por lo más sencillo pero más poderoso: escucharnos y reconocernos como parte de un mismo país.
Porque al final, lo que Colombia necesita no es más odio ni más promesas vacías. Lo que necesita es creer en sí misma, en su gente y en su capacidad infinita de levantarse una y otra vez.
¡ Colombia no está perdida: está esperando que la hagamos posible. ¡
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