Colombia atraviesa una tormenta política sin precedentes, y uno de los principales factores que la alimenta es el discurso del actual gobierno. Un discurso que, en lugar de sanar heridas históricas, las profundiza; que no construye puentes, sino que levanta muros; que, en vez de unir al país en un proyecto común, lo fractura con palabras cargadas de resentimiento, revancha y polarización. Colombia es un país fracturado por el verbo presidencial
Hago la salvedad que título de esta columna no es una metáfora forzada, es una síntesis de la realidad. El verbo presidencial —es decir, la palabra que emana desde la más alta investidura del Estado— ha dejado de ser un símbolo de unidad nacional para convertirse en un arma retórica que divide. Cada intervención pública del presidente parece diseñada no para gobernar con todos, sino para señalar culpables, alimentar bandos y exacerbar emociones. En un país con una historia de violencia y exclusión, esa forma de liderar es profundamente peligrosa. El lenguaje, cuando viene del poder, no es inocente: tiene consecuencias sociales, políticas y humanas.
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De ninguna manera se trata de negar que Colombia arrastra profundas desigualdades, ni de desconocer las deudas históricas que el Estado tiene con los sectores más vulnerables de este país. Tampoco se trata de defender el pasado como si todo hubiera estado bien. Pero el mandato de un gobierno democrático es gobernar para todos, no solo para sus seguidores; es unir al país, no dividirlo entre “el pueblo” y “los enemigos del cambio”.
“Usted no tiene que pensar como yo, piense de manera heterodoxa. A mi juicio uno de los vicios de la sociedad colombiana consiste precisamente en aspirar hacia la uniformidad del pensamiento, eso no es bueno” – Carlos Gaviria.
Lamentablemente, lo que hemos visto en estos años es todo lo contrario. Cada crítica legítima es descalificada como “golpista”. Cada voz disidente es tildada de “oligarca” o de “vendida al establecimiento”. Constantemente el medio de comunicación que cuestiona al poder es acusado de manipulación. La democracia se debilita cuando el diálogo se reemplaza por el insulto, y cuando la oposición es tratada como un enemigo a destruir, no como una parte vital del sistema democrático.
El problema no es solo retórico. Las consecuencias de ese discurso de odio y división se sienten en la calle, en las redes, en las familias. Ha calado tan profundo que ya no se puede conversar sin temor a la cancelación o la agresión. Gustavo Petro a convertido la política colombiana en un campo de guerra simbólica, mientras los problemas reales —el hambre, la violencia, el desempleo, la crisis de salud y educación— siguen sin resolverse. Y por más Mesías que se crea o que algunos lo crean, no podrá resolver estos problemas solo, tendrá que solucionarlos juntos a esos a los que descalifica, deslegitima y a agrede. De lo contrario, ¿hacia dónde vas Colombia?
No es con odio como se cambia un país. No es dividiendo a los colombianos como se alcanza la justicia social. Y no es gobernando desde el resentimiento como se logra una verdadera transformación. Colombia necesita una narrativa distinta: una que convoque, que reconcilie, que abrace la pluralidad y entienda que construir nación exige escuchar incluso al que piensa diferente.
Lo verdaderamente progresista no es levantar el puño, sino extender la mano. No es despreciar la institucionalidad, sino renovarla con ética. No es hablar de paz mientras se atiza la rabia, sino pacificar desde el ejemplo, el respeto y la responsabilidad. Ya lo dijo Carlos Gaviria en su conferencia: ¿Cómo educar para la democracia? impartida a las y los maestros del Colegio Gimnasio Moderno días antes de su fallecimiento en 2015.
Conferencia ¿Cómo educar para la democracia? Carlos Gaviria Díaz
Recordando y reflexionando sobre todo lo expresado por el maestro Carlos Gaviria en dicha conferencia es claro decir entonces que esta columna no es un llamado al conformismo, sino a la conciencia. No podemos seguir normalizando el desprecio por el otro, desde el poder o desde la oposición. No podemos permitir que se siga sembrando división en nombre del cambio. El país merece un liderazgo que inspire, que proponga, que abrace la diferencia como una riqueza, no como una amenaza.
La historia juzgará a quienes hoy gobiernan. Pero más importante aún: nos juzgará a todos colombianos si seguimos permitiendo que el odio siga siendo la brújula de nuestra vida pública. Colombia no puede perderse en el ruido. Colombia necesita volver a escucharse.
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