Vivir sin normas es algo a lo que los seres humanos no estamos del todo habituados, y hoy los hombres enfrentan uno de los mayores retos de su historia, adaptarse a una realidad digital con leyes y límites imprecisos, a una realidad que cambia exponencialmente y que los hace de nuevo, como desde la antigüedad, indefensos ante los cambios drásticos, ante los retos inusitados; indefensos ante un vértigo y una dimensión que los supera: el universo digital.
Confuso está siendo entender el devenir de la vida, pues hay uno que regla, prohíbe y penaliza nuestras conductas en la realidad y otro que permite, promueve y estimula el caos en la meta-realidad. De una función estatal en la que descansaba el control social se pasa a una supremacía de las corporaciones digitales, las cuales permean los vacíos que dejan las leyes existentes para su beneficio, mientras fascinan cada vez más con los “sorprendentes” avances de la tecnología y con el espejismo de presumir que “los hombres [en ella] no se sienten prisioneros, sino que viven en la ilusión de la libertad¨, pero que, en últimas, estimulan su aislamiento, y con él, una profunda crisis existencial, como lo advierte Byung Chul Han en su texto En el enjambre, cuyo título ya adelanta la visión de un mundo tumultuoso en información, sin selección ni sentido.
Así, el conductor de un taxi es multado si su taxímetro está descalibrado, mientras que el que conduce un auto solicitado a través de una plataforma digital subasta a su antojo el valor de su servicio. Lo mismo ocurre con los servicios hoteleros autorizados y los apartamentos ofertados en red, pues en la mayoría de los casos en la mediación no hay contacto físico entre el que ofrece el servicio y el usuario temporal que los renta: las ofertas son vagas, dudosas de credibilidad y desventajosas para el cliente, que los cancela con transferencias a través de plataformas digitales sin mucho sustento legal que dificultan la trazabilidad de las transacciones.
Vivimos en un mundo dual que varía según el lugar donde se actúa y, así, el discurrir cotidiano y el discurrir de las redes parecieran ser escenarios distantes, mundos distintos. La velocidad de los acontecimientos ha diferenciado el contexto del día a día, del día a día de los avances de la comunicación y la información, que imponen códigos de actuación en los que la ética muta con rapidez de un amplio referente social a un precepto individualista, movido la mayoría de las veces más por la facilidad y la inmediatez, sin que importe la reflexión, la lucidez de una conciencia alerta.
En este entorno en el que los avances cibernéticos prometen agilidad y libertad en la escogencia de ofertas, el “todo vale” es un espejismo que arroja nuevamente a los hombres a parajes oscuros que ya en otras épocas había recorrido y que, por esa necedad de desconocer su pasado, ha enviado al olvido, esas épocas en las que los individuos tenían el libre albedrío de hacerse con la vida y los bienes de los otros, y los indefensos solo tenían como opciones asentir o morir.
Limitar o desaparecer. Este es el dilema. Debemos entonces aprender qué hay que repasar y aplicar antes de traspasar ese punto de no retorno en el que no se puede decidir ni actuar, en el que estamos enajenados, pues la bola de nieve de los adelantos tecnológicos, sin respuestas a las verdaderas necesidades de las comunidades, ya cuesta abajo, va tan rápido y con tanta fuerza que detenerla será una vaga ilusión.
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