Era un partido. No en un estadio, no con miles de hinchas y no a 90 minutos. Se enfrentaban 5 contra 5 en una cancha de un barrio cualquiera de Salamanca. Techo, medias altas y cemento, con la especial particularidad de que era un encuentro entre mujeres. Balón pequeño y fútbol bueno, divino.
Petos para un equipo, árbitro invisible y todo dispuesto. Era un encuentro casual de un equipo amateur de fútbol femenino, para el que el entrenamiento de aquel día consistía en un partidillo entre sus integrantes. El partido inició con visos de técnica y calidad, de un modo tan sutil y entrenado que relegó a los hombres al cuidado de las porterías. Las dos o tres veces que estos salieron de sus áreas fueron apenas un pormenor para el toque y la táctica de las chicas.
Eso sí, ninguna era demasiado agresiva ni parecía hombre en su complexión. Eran simplemente mujeres, que luego de estudiar o de hacer sus cosas iban a jugar fútbol, y lo disfrutaban. Uno de los equipos tenía a las que mejor sabían tocar, y el otro a las que mejor sabían definir. El marcador se abrió aproximadamente a los 6 minutos de juego, tras una jugada del equipo de las definidoras, que bombardeó al guardameta rival con 3 disparos hasta que en un rebote su delantera empujó el balón a la red.
Luego de ese vinieron tres tantos más, del mismo equipo, que empezaba a apabullar al contrario. Los goles se gestaban desde la banda derecha, donde estaba la jugadora más veloz, que robaba balones a diestra y siniestra y luego los repartía. Con esa velocidad parecía que los goles salían corriendo de sus pies, acariciaban los pies de otras y se colaban por cualquier hueco del arco. Esta extrema derecha, sin lugar a dudas, fue la de mejor rendimiento.
Pero el otro equipo tenía otras cosas en mente. Cuatro goles abajo pero no dejaron de tocar ni de trazar diagonales y paredes como pinceladas, cambiándose de banda entre ellas y conduciendo el balón casi siempre bien. Dos tantos cayeron rápido por triangulaciones y cambios de banda que no pude creer. Otros dos goles de tiros lejanos, uno de empeine y otro de puntazo. A mí me encantaba el fútbol que veía. No era que si yo entraba a jugar iba a sentirme cómodo, era que si yo o cualquier otro hombre en ese momento entrábamos, íbamos a hacer el ridículo.
Jugaban bien, y aunque no es la actividad preferida de las mujeres, en esta esquina del mundo algunas tienen tiempo y gusto para esto. Ya había perdido la cuenta de los goles, de los cambios de dirección y de las jugadas magistrales. Pero seguí el camino, porque iba tarde a clase.
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