Allí íbamos, náufragos de un océano que yace hundido por algún capricho divino, llegamos pese a nuestra pálida tez que siendo muy ajena a tus colores recibía el favor del sol como algún castigo hostil y repelente.
Fuimos bienvenidos por tus plantas, abanderadas con el peso de la brutalidad humana, vimos cómo ni siquiera sus deplorables púas pudieron contra nuestra vergüenza, así entre las espinas y aquella desértica fuente de agua reposaban bolsas de rayas azules y blancas, envolturas de comida o infinitas botellas de aquellas que predican ser un bien inapreciable del desierto.
Los más llamativos eran los árboles que sin lograr ser muy altos aprisionaban en sus copas el viento a través de bolsas de colores, cual árboles secuestrados, renegados a ver su fortuna.
En aquel lugar desdoblamos nuestros bolsillos pagando por entrar a un baño, que aun sin agua lograba devolvernos escrupulosamente algo de vanidad a cambio de nuestra vergüenza y algún billete azul.
En medio de sus caminos, aprisionados por una crisis política, cerraban el camino de lado a lado pequeños trabajadores quienes andan buscando pagar la renta a la cual el desierto los condena diariamente.
Allí o en medio de un exceso por el alcohol es el único lugar donde un vallenato puede hacer eco, sin embargo, es también el lugar dónde vivir al lado del mar no logra ser un sueño para nadie, castigados eternamente con la indiferencia de un mar salado, la constancia de una tierra infértil y un cielo caprichosos.
En medio de aquellos desencantos perseguimos un atardecer púrpura, el vuelo de un pelícano y aquel cáncer férreo que lleva 36 años pudriendo las entrañas del país, éste escondido entre el desierto resulta ser el ejemplo perfecto de la conducta solapada y caprichosa con la que peca nuestro patriotismo.
Un cúmulo de arena y restos de carne, algún gato desnutrido, veinte perros sin fuerza para ladrar, rostros tapados por la arena y rostros tapados por el privilegio, bicicletas sin rumbo, rancherías hechas comercio, el mar que golpea la costa sin clemencia, la arena en los ojos como excusa para ignorar aquello que se hace evidente.
Vimos niños bailar como sus ancestros alrededor de una fogata, vendiendo sus tradiciones más sagradas por comida y perseguimos el punto más al norte de Suramérica, con el pretexto de llegar a algún extremo, algo que fuese lo suficientemente extraordinario como para dejar de ser ordinarios.
Allí llegamos, a la costa más alta, la tierra más árida, el enfrentamiento latente de los contrastes; riqueza y corrupción, cultura y comercio, arena y mar.
Allí llegamos, desprovistos de casi todo, buscando la necesidad por placer.
Allí llegamos para ser: un cúmulo de arena y restos de carne.