El pasado 27 de junio quedará indeleble en la memoria de muchos colombianos que hemos soñado el fin del conflicto armado: ese día la guerrilla de las FARC llevó a cabo la dejación final de sus armas para pasar ahora a la lucha política por medio de la única arma: la de la palabra, como se leía en el gran telón que enmarcaba la tarima y las camisetas blancas de los cientos de hombres y mujeres hasta ese día combatientes, que acompañaron el acto protocolario en el municipio de Mesetas en el Meta. Una quimera por muchos años que ese martes ante la retina de nuestros ojos se volvía realidad.
Lejos de Colombia, en la ciudad de San José en Costa Rica donde me encontraba participando en la asamblea intermedia de la Unión Panamericana de Asociaciones de Ingeniería, pude sacar tiempo para a través de internet seguir de cerca el acto. A pesar de la distancia, no pude dejar de emocionarme tanto como aquel 26 de septiembre de 2016, cuando se firmó el primer Acuerdo en Cartagena. Sin embargo, y tal como lo constate en aquellos grupos de WhatsApp donde compartí mi alegría del suceso, para muchos colegas, amigos y otros conocidos, el hecho al parecer no despertó alguna emotividad. Eso me llevo a preguntarme si definitivamente somos un pueblo sin memoria o la realidad nacional poco nos importa.
No es el propósito de esta columna analizar la respuesta a ese interrogante. Pero si, resaltar el inmenso significado que la dejación de armas por parte de las FARC representa como hito histórico que abona bastante al cierre del capítulo de la violencia en Colombia. Hay que decir que con este hecho finaliza el accionar de un grupo subversivo que por medio siglo apeló a todo tipo de mecanismos de guerra para la consecución de sus fines, como toma de poblaciones, asesinatos selectivos, secuestros, pescas milagrosas, voladuras de torres de energía y oleoductos, violaciones, desplazamiento forzado, terrorismo urbano y persecución. Fueron seis millones de víctimas las que dejo el conflicto en tantos años y cientos de miles de desplazados de sus tierras y actividades productivas. Indiscutiblemente, esta dejación de armas pone fin a esos trágicos sucesos.
Es un momento histórico además, por cuanto el país tuvo que pasar por varios intentos fallidos de procesos de paz con esa organización subversiva, desde los diálogos de Uribe en el gobierno de Betancur, los acercamientos de Tlaxcala (México) en el gobierno de Gaviria, y los diálogos de El Caguan durante el gobierno de Pastrana. Con el cumplimiento de los acuerdos de paz de La Habana, y específicamente, con el acto protocolario de Mesetas, se lleva a buen término uno de los principales objetivos buscados por los gobiernos de turno en tantos intentos anteriores, el desarme de las FARC.
Un día en que Dalila, la hermosa bebe que posó en brazos del presidente Santos y Timochenko en el acto de Mesetas representó el símbolo de una nueva generación que crecerá en paz a diferencia de tantos millones de colombianos que como quien escribe esta columna, crecimos en medio de una país que veíamos desangrarse todos los días pareciendo condenado por la providencia, los dioses, la naturaleza, el destino, o lo que fuera, a ser una nación en guerra.
A partir de este 27 de junio de 2017 se silenciaron para siempre 7.000 armas y el hecho que éstas dejen de apuntar y dispararse contra otros colombianos, no lo hacen un día cualquiera sino una fecha memorable para creer que es posible vivir en una Colombia en paz.