Último Informe Revelado

Queridos lectores,

El reciente reporte de la Comisión de la Verdad presenta la cruda realidad: infancias desmembradas por un conflicto que ha persistido durante décadas. Los más vulnerables, aquellos que han crecido en las regiones más devastadas por la violencia, han convertido su vida en un campo de batalla emocional y psicológico.

San Vicente del Caguán, el Cauca y el Catatumbo han sido epicentros de la violencia armada en Colombia. En estas zonas, la escasa presencia del Estado ha exacerbado el conflicto. El Cauca, en particular, ha visto cómo las escuelas, que deberían ser refugios de aprendizaje, se transforman en zonas de peligro debido a los enfrentamientos entre grupos armados y la fuerza pública.

El Catatumbo, con su riqueza en recursos naturales, ha sido objeto de disputas violentas entre diversos actores armados. A pesar de los acuerdos de paz de 2016, el reclutamiento forzado y el desplazamiento siguen siendo una realidad diaria para los niños de esta región, quienes ven su futuro reducido a una lucha constante por sobrevivir.

La ausencia de los padres, fruto del conflicto armado, ha forzado a muchos de ellos a asumir responsabilidades que superan sus años. Los adultos que se encargaron de ellos a menudo se encontraron desbordados, sin los recursos ni las capacidades para enfrentar las nuevas demandas emocionales y materiales que implicaba cuidar a los menores. Las madres y abuelas, ahora encargadas de la familia, se enfrentaron a un contexto adverso, especialmente en entornos urbanos desconocidos.

Este foco en la supervivencia ha relegado a los huérfanos a un segundo plano, exponiéndolos a una variedad de vulneraciones. Las niñas, en particular, se han visto forzadas a asumir responsabilidades como el cuidado del hogar y el trabajo infantil. Olga María, por ejemplo, comenzó a trabajar vendiendo plátanos a los seis años para ayudar a su familia. Su relato es un testimonio desgarrador:

«Desde que mi papá no volvió, ahí empezó la lucha. Yo, con seis años, me montaba a los racimos de plátano. Mi abuelo recogía el plátano de la orilla de Puerto Nuevo, se lo mandaba a mi mamá y nosotros lo vendíamos. También limones, el popocho, el banano… Yo me montaba con mi olla y me iba a vender plátano. Lo que más lamento es no haber tenido a mi padre. Uno va creando su propia armadura. Entonces yo era la “verraca”, tanto así que mi mamá me pegaba y yo ya no le lloraba porque tenía que ser fuerte. No tuve nunca una muñeca. Hoy en día veo esas burbujas que soplan y soy feliz con eso, porque yo no tuve infancia, yo tuve responsabilidades siendo niña.»

En otros casos, la pérdida de ambos padres ha recaído en los abuelos, quienes enfrentan dificultades extremas para proporcionar el cuidado necesario. Julio, por ejemplo, quedó huérfano a los dos años tras el asesinato de su madre por las FARC-EP. Su abuela, a pesar de su edad y las limitaciones económicas, le brindó una educación en condiciones precarias, pero insuficientes para enfrentar las necesidades de su nieto.

El informe de la Comisión de la Verdad ofrece una hoja de ruta clara, pero ahora es nuestra responsabilidad como sociedad seguirla. La verdad ha sido revelada; es momento de actuar. La justicia para estos niños no solo es un deber del Estado, sino una responsabilidad colectiva

Laura Cristina Barbosa Cifuentes

Periodista de investigación, presentadora de televisión & columnista de opinión.

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