Tres modelos de intervención de la pandemia

“…las externalidades negativas de la pandemia no sólo se reflejan en el número de infectados y muertos a causa del virus, sino también por los efectos de la intervención pública…”

Hasta el día de hoy se están produciendo libros que estudian la crisis económica del año 2008 y sus consecuencias. Muy seguramente en 10 años todavía estaremos analizando, desde múltiples perspectivas, todo lo acontecido con la pandemia del nuevo coronavirus SARS-COV2. Expongo tres modelos distintos de intervención y organización social para hacerle frente a crisis como éstas: el racional, el paternalista-mercantilista y el paternalista-socialista. Cada categoría puede tener matices diferentes dentro de ella misma, pero su núcleo principal sirve como eje clasificatorio. Las diferencias entre cada modelo radican en la concepción del individuo, las estrategias que se implementan y los instrumentos que se utilizan.

Modelo Racional

El primero, el modelo racional, no es llamado así por su superioridad racional frente a los otros modelos, sino porque su diseño parte de la concepción del individuo racional, capaz de tomar sus propias decisiones como ser consciente de sí mismo y de aquello que lo rodea. Es aquel hijo de la ilustración y de la racionalidad Kantiana. En este modelo se ubican países como Corea del Sur, Suecia y Japón, en los que no se implementó el aislamiento obligatorio, sino que se mantuvo como una decisión voluntaria. El modelo racional busca afectar lo menos posible las dinámicas económicas, pues entiende que la protección de la economía también es condición para la vida.

Las estrategias en el modelo racional son más de tipo informativas que coercitivas. Se basan en la idea de que el conocimiento empodera, por tanto, se hace necesaria la distribución de la información. Los instrumentos por utilizar son en su mayoría publicitarios: vallas, avisos, radio, televisión, capacitaciones, puestos de aprendizaje y todo aquello que sirva para la introducción de nuevos hábitos sanitarios en la vida cotidiana de las personas. Los mensajes que se emiten no están muy alejados del conocimiento previamente adquirido en nuestra educación (gracias a nuestros padres), tales como lavarse las manos con frecuencia, no tocarse la cara con las manos sucias, no meterse los dedos en la boca, no rascarse los ojos, taparse cuando se estornuda, entre otros. Posiblemente la práctica más novedosa a implementar sería la de mantener más de dos metros de distancia con las demás personas. Otra costumbre adicional que se podría establecer para evitar la expansión del virus sería la de guardar silencio en los sitios cerrados con gran aglomeración de gente como buses, bancos, supermercados, teatros, etc.

Modelo paternalista-mercantilista

El modelo paternalista-mercantilista, al contrario del anterior, asume al individuo como ser irracional, como un niño que requiere de las indicaciones de sus padres (y sus castigos). Es altamente coercitivo (multas, vigilancia e incluso hasta cárcel) y restringente de las libertades individuales. Su principal estrategia es el confinamiento obligatorio, puesto que los individuos, al ser irracionales, son incapaces de autorregularse y llevar a cabo las prácticas sociales y sanitarias requeridas para su propia protección y la de los demás. Su lógica parte de que la propagación del virus se da a través de las interacciones sociales y económicas, por tanto lo más eficiente es el bloqueo de tales relaciones.

El modelo paternalista-mercantilista se diferencia del modelo paternalista-socialista en que el primero mantiene las instituciones de regulación, distribución y mediación de una economía de mercado, esto es: el precio como unidad de cambio y medida de valor. Los instrumentos que utiliza buscan reemplazar los ingresos perdidos de los individuos, ya que, debido al aislamiento obligatorio, se imposibilita la condición fundamental para el mantenimiento de los estos, a saber: el trabajo. Ejemplos de tales instrumentos son los subsidios, ingresos solidarios, devolución de impuestos, rebajas en algunos precios, seguros al desempleo e incluso hasta capacitaciones para generación de ingresos en un estado de confinamiento. A diferencia del modelo racional, éste sí golpea fuertemente las dinámicas económicas, por tanto trae graves consecuencias inmediatas y futuras en la calidad de vida de las personas y de la reproducción social.

Modelo paternalista-socialista

El modelo paternalista-socialista se basa en los mismos fundamentos de irracionalidad del individuo y uso de la coerción como estrategia, pero, al contrario del mercantilista, rompe con las instituciones de la economía de mercado a través de la estatización de ciertos sectores productivos claves para la supervivencia social, tales como los servicios públicos (agua, energía, alcantarillado, recolección de basuras y alumbrado público), la seguridad social (salud y educación por ejemplo) y las finanzas (especialmente en los créditos y la política monetaria). Su lógica dicta que, al no ser posible mantener los ingresos de las personas, lo mejor es eliminar el precio como factor de unidad de cambio y distribución de bienes y servicios esenciales.

La implementación del modelo paternalista-socialista es mucho más compleja e impracticable en una sociedad que ha descentralizado en el mercado la provisión de la mayor parte de bienes y servicios esenciales. Pero en Estados que han mantenido ciertos sectores de la economía en los parámetros de la planificación centralizada su implementación puede gozar de viabilidad.

La primera pregunta que se viene a la mente es ¿cuál modelo es el más eficaz? Seguramente la respuesta depende del contexto y de las capacidades sociales. Por ejemplo, el modelo racional requiere altos niveles de confianza social, tanto entre los individuos como entre el Estado y los ciudadanos. El modelo paternalista-mercantilista requiere un Estado con alta liquidez, productividad y con bases de datos sociales sumamente sofisticadas para poder llegar a los ciudadanos que han perdido sus ingresos y su capacidad de auto-proveerse en el mercado. El último modelo claramente requiere un Estado fuerte, con alto grado de poder y capacidad de intervención en la economía, por cuanto su función ya no es solamente controlar a los individuos (irracionales) sino también al sistema productivo.

Más allá de la pregunta sobre el modelo más eficaz, es lograr determinar cómo medir tal eficacia. La primera respuesta que viene a la mente es medirla a través del número de infectados por cada cien mil habitantes. Sin embargo, las externalidades negativas de la pandemia no sólo se reflejan en el número de infectados y muertos a causa del virus, sino también por los efectos de la intervención pública: empresas insolventes, desempleo, suicidios, depresiones, divorcios, migración, separación de familias, y muchos otros males difíciles de incorporar en ese solo indicador -número de infectados-. Datos como estos ya han empezado a ser publicados, pero tal exposición debe ir más allá de los gráficos y las estadísticas, para pasar a la interpretación narrativa. Contar las historias de aquellas personas que lo perdieron todo (negocio, familia, la vida que tenían planificada para sus hijos) debe servir para reflejar estas realidades y hacer un llamado a que se incluyan otras variables que dictaminen la eficacia o no del modelo de intervención que se eligió.

¿La cura puede estar saliendo más cara que la enfermedad? Esta es una de las preguntas que se ha hecho desde el inicio de la pandemia. Hoy en día todavía hay personas que están pagando las consecuencias de la crisis del año 2008. Su vida cambió para siempre y jamás volverá a ser la misma. Las transformaciones que esta pandemia generarán apenas están por venirse, y muchas de ellas serán resultado del modelo de intervención que se haya implementado. Tales cambios serán casi imposibles de reversar. Se puede estar salvando vidas, pero no lo que ellas representaban en la sociedad, lo que les permitía identificarse como individuos o lo que les daba sentido a su existencia.

Jorge Mario Ocampo Zuluaga

Politólogo de la Universidad Eafit con maestría en Gobierno y Políticas Públicas de la misma universidad. Investigador en temas de pobreza, desigualdad y Estado de bienestar.