La casa de mi tia era un garaje amplio, constaba de un gran salón en donde a veces se parqueaban algunos carros y motos de los conocidos del barrio -pagando algo por ello, por supuesto-. Había un pequeño corredor que se adentraba en el garaje hasta dar paso a una poceta, su propio pozo de agua y un baño sin mayores riquezas.
Cuando terminaba el corredor, se desplegaban frente a uno las escalas que llevaban al sótano, un sótano dividido en tres habitaciones sin puerta. En la parte interior del garaje estaba la cocina y la habitación de mi tia.
La habitación de mi tia era amplia, al igual que la tercera del fondo ubicada en el sótano. Tenía su propia sala de estar interna, en la cual mi tía tenía su mesa para ‘tintiar’ y el televisor culon de 20 pulgadas de ultima generacion comprado hace poco.
La sala estaba cubierta por tapices ecuatorianos conseguidos en el hueco del centro de la ciudad; en ellos tigres bizcos corren detrás de gacelas en medio de lirios y flores del paraíso (la representación criolla del paraíso); un equipo con mp3 -recién estrenado- repite los boleros y los tangos, que junto al café, endulzan las tardes de la madrina.
A ella le encantan los animales, por eso su cama está cubierta con una cobija ecuatoriana con elefantes felices en el África de disney, es decir, con megafauna viva. La habitación grande el sótano fue la mía.
Allí estaba una cama grande, la primera que mi tia compro cuando empezó a ganar bien con la venta de cachivaches; una cobija de un tigre blanco -ecuatoriana, ella era andariega del centro- y un televisor que dio lidia hasta pa’ dañarse.
Allí iban a levantarme; yo me reducía como si fuera un búnker, mi tata dispuesta a utilizar todas las artimañas de la guerra para sacar al enemigo de su trinchera: cosquillas, regaños, amenazas de bombardeos; de allí salía para la escuela -primero la Libertad y luego la San francisco-; por suerte había tina -antes tocaba bañarse en el pozo de la poceta con agua helada del pan de azucar-.
El olor del chocolate de pasta batido con el bolillo y el quesito sobre la arepa tostada me sacaban del baño. Cuando yo salía para la escuela, mi tía abría el local, un todo a mil -como les dicen- con el que se rebuscaba su sustento.
La mayoría de los carros y motos salían temprano -como la clase obrera que se disemina por los rincones del valle- dejando el amplio salón que servía de local. Esta casa no fue la primera que mi tía habitó. ella empezó en el centro, extendiendo un pedazo de cartón en el que revendía juguetes y curiosidades, baratijas pa’ engatuzar las ganas de gastar y para que el niño antojadizo calmara su afán.
Trabajo cerca a la basílica nuestra señora de la candelaria, cerca a parque berrio. Ella y otras mujeres conseguían su sustento de la venta de estos objetos cuando el mundo laboral del emprendedor paisa -machista y misógino- les negaba posibilidades.
Vivo en un pequeño apartamento en la calle 48 con Bolívar, cercano a su punto de trabajo. Desde el apartucho salía con su mercancía, comprada en los alrededores del mismo centro, regatiada al por mayor para que no saliera tan cara (a esos mismos lugares volvio siempre para surtir sus alcancias de plastico y metal, sus balones con las banderas de todos los países, sus cargadores de Nokia 1100, sus lociones imitacion de chanel).
Con los ahorros conseguidos se fue a vivir a Villatina, abajito de la Sierra, cercano a Buenos Aires. Primero en una casa llamada la pajarera, propiedad de un acaudalado emprendedor de la zona, poseedor de tiendas y casas en un tiempo, luego reducido a la más cruel de las miserias.
La pajarera era una de sus casas, la más pequeña y barata; tres pisos que sumados solo harían uno según las casas de ahora.
Allí creció y se expandió, humildemente; su negocio prosperó por su amplitud, su condiciones dadivosa y entregada. Sus ovarios estaban marchitos, por cosas del azar, pero eso no le impidió amar a los niños que engrendraba la miseria circundante, en esas periferias donde huían los olvidados a buscar en la tierra, útero-omnifecundo, la posibilidad de echar raíces lejos de la violencia.
A estos niños los abrazo y los alimento, pese a que le robaran, pese a aguantar hambre, porque el dinero hurtado era el sustento del diario, con el que siempre vivió y el que al fin terminó por dejarla pobre, con un derrame, desahuciada del Estado por no ser una persona prestante, pidiendo sus cigarrillos, sus únicos amigos, como el tango.
Mi tia -o mi madrina- la misma que crio a mi madre y otras tantas tías cuando la juventud obligaba a las primerizas a salir a buscar el pan vendiendo chance, era una mujer increíblemente fuerte; se la rebusco en la calle, como mi madre; en la misma calle donde apuñalarían a mi abuela nueve veces sin conseguir matarla. Así de fuertes eran y son las mujeres de mi familia.
Este texto es un homenaje y un reconocimiento a la mujer que me abrazo como si fuera su hijo mientras mamá estaba en España tratando de conseguir un mejor mañana para nosotros. A la mujer a la que no tuve las fuerzas de ver agonizando, ni en su ataúd ni en las misas, pese al desprecio de mis tías por creerme un indolente, este texto es para conmemorarla, a ella y otras tantas mujeres que se yerguen como flores majestuosas en medio de un paisaje de sangre y carroña, a ellas que sostienen el infinito sobre sus hombros.
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