“No se trata de una competencia de números vacíos, se trata de que la práctica médica no se puede desligar de la medicina tradicional en los planes de atención primaria en un país tan diverso como el nuestro. La desconexión de la política con las comunidades, su cultura, su cosmogonía, sus códigos éticos y tantas otras razones hacen irreconciliables todas las Colombias que existen. Solo tenemos un país, un territorio en donde no nos llaman extranjero. Todos tenemos que caber sin que eso signifique el exterminio de unos y la supremacía de otros. ”
Querido lector o lectora, con todo respeto les presento una crónica para poner en contexto a aquellos que creen que la política de salud pública, que busca integrar la medicina tradicional, es pura basura populista. La escribo en primera persona, no como un simple recurso literario, sino porque realmente lo viví en mi rural.
Es triste leer las burlas de personas en redes sociales, y mucho más de colegas médicos, que critican al gobierno en su intento de acercar la medicina a las comunidades. La medicina tradicional debe gozar del respeto de todos.
Historia de un parto con los indígenas Nasa Yuwe.
Corría el 2006 cuando hice mi servicio rural como médico del servicio social obligatorio en el municipio de Iquira, Huila. Un viernes por la noche, estaba yo en Neiva, cuando recibí la llamada de un gran amigo: costeño, vengase para acá. Traiga ropa para una semana, me decía desde el otro lado de la línea. Y como no tenía nada que hacer, porque mi rural, que estaba previamente gestionado para el municipio de Santa María me había sido arrebatado, en el último momento, por una médica que resultó ser sobrina del gobernador de turno. Me quedé cinco meses sin rural por esos inconvenientes inexorables del clientelismo político. Ese tiempo lo pasé haciendo turnos para reemplazar a amigos y colegas en distintos municipios (esto me llevó a conocer gran parte del departamento del Huila). La mayoría de las veces me llamaban para cubrir el servicio de urgencias mientras ellos se iban a viajar o a cualquier otra cosa. Así que, no teniendo yo nada más que hacer, me fui preparado para cubrir a mi amigo el médico rural de Iquira.
Cuando llegué lo primero que hizo fue llevarme con el alcalde y, una vez estrechadas las manos, dijo sin rodeos: señor alcalde, le presentó a su nuevo rural. Resulta que unos bandidos estaban extorsionando a su padre y si no pagaba lo que le exigían, la amenaza era acabar con la vida de mi amigo, que además era el hijo menor, en otras palabras el consentido de la casa. Así que, como producto de esas triquiñuelas indescifrables del destino, mi rural llegó de un momento a otro, sin pedirlo y sin aviso.
A la semana siguiente, muy a las cinco de la mañana, con una neblina espesa, salía en un Land Rover Santana Stationwagon del 75, color amarillo pálido, que aunque estaba “adaptado” como ambulancia, servía más como un simple pero efectivo medio de transporte para el difícil terreno. Dos horas de camino, entre precipicios y cerros, custodiados en una curva por el ejército y en la siguiente por guerrilleros vestidos de civil, esta era una tierra de nadie, realmente. Lo único que dominaba era el color de las amapolas que no habían sido deslechadas antes de florecer, y cuyo elixir terminaría engrosando las estadísticas de exportación de narcóticos de la que somos tristemente recordados por fuera de nuestras fronteras.
Era Río Negro un asentamiento o caserío como dirían algunos, ubicado en una zona limítrofe entre el Cauca y el Huila, perteneciente a la jurisdicción de Iquira, con una comunidad indígena Nasa Yuwe asentada allí después de la avalancha que casi los extermina en 1994, producto de un terremoto de magnitud 6.4, con epicentro en alguna zona cerca a la falda del Volcán Nevado de Huila, y que provocó una avalancha que acabó con varios de los pueblos asentados. Allí llegaron, reubicados por el gobierno de la época, los indígenas que ahora eran mis pacientes.
Me atropelló la barrera del idioma de inmediato. Para mi sorpresa, ni los niños menores de diez años ni los mayores de cincuenta hablaban español. Requería de una enfermera de la comunidad que hablaba los dos idiomas y que, además de prestar los servicios asistenciales, nos servía como intérprete.
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Había un problema grave, los indígenas no confiaban en los “blancos”, como nos llamaban, y mucho menos en los médicos. La mortalidad infantil y especialmente la mortalidad perinatal era alta, entre otras cosas por la renuencia de las madres a asistir a controles médicos durante el embarazo y mucho menos a ser atendidas durante los partos en los hospitales. Las autoridades departamentales estaban muy preocupadas y decidieron lo más inteligente: integrar a las parteras y los médicos tradicionales a las actividades asistenciales que hacíamos nosotros. Así que me alisté a enseñar a las parteras el arte de la medicina y los partos en camilla y salas quirúrgicas. Pero en el primer intento, una matrona parturienta (este era su décimo parto) me dio un manotazo en las manos, como hacen las madres con sus hijos cuando no hacen caso, por intentar colocarla en la camilla de parto. Renuente y malhumorada se ubicó en el suelo en posición de cuclillas y de un solo envión salió el bebé disparado contra el suelo.
La partera que me acompañaba dijo algo en su idioma mientras tomaba al bebé y lo limpiaba agilmente, obviamente no entendí nada. Qué dijo, pregunté a la enfermera. Ella me miró con una sonrisa sospechosa: quiere saber cuántos partos ha atendido usted doctor. Yo me creía privilegiado, y en realidad lo era, porque durante mi internado había realizado por lo menos unos doscientos cincuenta partos y otros tantos en el rural; mucho más que mis otros compañeros que no habían ido conmigo a hacer el internado al Hospital de Garzón (allí sólo éramos seis internos, no habían ni residentes ni estudiantes, de modo que todo lo teníamos que hacer nosotros, fue un curso intensivo de práctica médica), así que pensé que era una buena experiencia.
Por ahí unos trescientos, dije exagerando un poco, ¿y ella? Hablaron un rato y luego me dijo que había perdido el registro de sus partos, que al parecer llevaba con cierto rigor anotados en cuadernos, porque la avalancha se los había llevado junto con el resto del pueblo, pero que hasta donde tenía recuerdo, había anotado aproximadamente unos ocho mil.
¿Qué le podía enseñar yo a esta partera si hay incluso especialistas en ginecología y obstetricia que no han atendido ni siquiera dos mil partos?
No se trata de una competencia de números vacíos, se trata de que el conocimiento en medicina y la práctica médica, no se pueden desligar de la medicina tradicional en los planes de atención primaria en un país tan diverso como el nuestro. La desconexión de la política con las comunidades, su cultura, su cosmogonía, sus códigos éticos y tantas otras razones hacen irreconciliables todas las Colombias que existen. Solo tenemos un país, un territorio en donde no nos llaman extranjero. Todos tenemos que caber sin que eso signifique el exterminio de unos y la supremacía de otros.
Todo tiene su momento y su lugar. Las incursiones de la medicina tradicional en la medicina científica y viceversa, son posibles bajo el entendimiento de hasta dónde va el alcance de cada una, y cómo pueden complementarse en pro de nuestros pacientes.
PD: Durante todo mi rural me dediqué a romper la barrera del idioma y elaboré un modesto diccionario para comunicarme con mis pacientes. El título de esta columna Tja yu´tse´nas* significa «El médico” en Nasa Yuwe.
*La palabra es yutsenas, pero en Nasa Yuwe con frecuencia se usan los apóstrofos para marcar las pausas en la pronunciación. La N es nasal.
Todas las columnas del autor en este enlace: https://alponiente.com/author/sanderslozano/
Excelente comuna.
En mi opinión muy cierta.
Es triste ver colegas médicos generales y especialistas cómo se dejan llevar por el mal ambiente exhibido por los medios de comunicación tradicionales.
Desconociendo que existe una pluriculturalidad extensa en nuestro territorio.
Ya era hora que les dieran importancia y brindarán inclusión a las comunidades con todo lo que acarrea (cultura, conocimiento, saberes ancestrales, etc).
De otra forma, no habrá nunca un impacto positivo en los indicadores en salud en estas comunidades. Y seguiríamos siendo pregoneros de una salud que busca cifras vacías entrono a la enfermedad (hospitalicentrica) con énfasis en las grandes capitales.