“Aquel hombrecillo vestido de Súperman ahora parecía una veleta que se sacudía como si fuera un trapo sucio, dio una vuelta en el aire y cayó estampillado en el suelo, quedó aturdido pero indemne y rápidamente intentó huir, pero el toro estaba decidido a no perder la oportunidad que la vanidad le había concedido y lo embistió nuevamente, mandando al pobre enano por los aires como si fuera de juguete, y cuando estuvo en el suelo, lo pisoteó con ahínco. Ahora el toro controlaba la situación”.
Respecto de las recientes noticias provenientes del Honorable Congreso de la República, que de honorable, la verdad, me asiste una asaz duda, aquí mi opinión sobre la prohibición de las corridas de toros.
Aquella mañana nos dijeron, a mi hermana y a mí, que íbamos a ver los toros.
La expectativa de una aventura nos invadió porque, aunque éramos de provincia, nosotros no teníamos muchas oportunidades de ver vacas, o toros, o animales de granja, y mucho menos salvajes. Llegamos temprano a la plaza de toros de Cartagena, una mole de ladrillo rojo que contaba ya con décadas de tradición en el calendario taurino internacional. Nos ubicamos en lo alto, porque a varias madres, en uno de esos arrebatos colectivos de paranoia, dijeron que qué tal si un toro endemoniado se saltara las barandas y nos dañara la pinta, como ya había ocurrido antes, aunque con consecuencias más trágicas, y también porque de lejos se ve mejor el espectáculo y hace menos calor.
Salieron a desfilar los enanos toreros seguidos de los toreros de verdad, y escuché a la señora de al lado decirle a su hijo que esos eran pequeños diablillos, que habían sido castigados por Dios por haberse portado mal, y que si él se portaba mal ese día tendría un castigo igual o peor. Detrás de ellos salieron los rejoneadores, con sus caballos adornados y disciplinados, y pensé que era un espectáculo hermoso, lleno de color y de armonía, porque al ver esos animales majestuosos moverse con sus amos, entiende uno que la comunicación entre ellos es más que íntima, yo diría, telepática, sobrenatural, o mágica.
Al terminar las presentaciones que exigía el protocolo, salieron los enanos toreros haciendo piruetas y molestando al toro, no haciéndole daño, pero sí burlándose de él: mientras uno lo enfrentaba, otro le halaba las huevas o la cola, y cuando el toro se volvía enfadado, otro saltaba sobre él como si fuera una gran hazaña. Todos reían o gritaban, pero yo veía aquella escena más con curiosidad por los enanos, que asombrado por las riesgosas maniobras que aquellas personitas ejecutaban al jugar con semejante animal. Ahora creo que es denigrante, para un ser humano de pequeña estatura, ser el centro de atención de los curiosos y de los morbosos que se divierten con el peligro ajeno, o con las ridiculeces circenses a las que la sociedad los ha obligado desde hace siglos, o peor aún, divertirse viéndolos arriesgando el propio pellejo solo por un atisbo efímero de reconocimiento, como si estar vivo no fuera suficiente riesgo, pero allá todos se divertían y festejaban las travesuras de los toreros enanos, como si fueran de otro mundo.
De pronto salió un enano vestido de Súperman, o debo decir de mini Súperman, que demostraba toda la aptitud de un superhéroe, no diría de un cómic, sino cómico; se paró en frente del toro moviéndole el culo provocativamente, sacudiéndole su pequeña capa roja para que el animal se decidiera a embestir. El toro se lo quedó mirando extrañado y entonces el enano sacó una corneta, no sé de dónde, y se la puso en el culo, y cuando la accionó, salió un sonido parecido a un pedo estruendoso y ahí sí el toro se decidió a cornearlo. El pequeño Súperman, después de una maniobra imposible, logró saltar al toro de frente y cayó al otro lado, victorioso, saludando a la tribuna con un ademán de cortesía teatral, y el toro, al ver que había sido engañado, regresó a por él con más furia, pero el torero logró saltarlo nuevamente y al caer al otro lado, la tribuna estalló en un “oooleeee” que le enardeció su enorme ego de superhéroe de comedia, y tal vez por eso, creo yo, falló, pues dedicó más tiempo del necesario a saludar al público con esos movimientos ridículos de cortesía, y no vio que el toro se había devuelto por él y cuando quiso evitar el golpe, el toro lo embistió como una locomotora. Aquel hombrecillo vestido de Súperman ahora parecía una veleta que se sacudía como si fuera un trapo sucio, dio una vuelta en el aire y cayó estampillado en el suelo, quedó aturdido pero indemne y rápidamente intentó huir, pero el toro estaba decidido a no perder la oportunidad que la vanidad le había concedido y lo embistió nuevamente, mandando al pobre enano por los aires como si fuera de juguete, y cuando estuvo en el suelo, lo pisoteó con ahínco. Ahora el toro controlaba la situación.
Los demás enanos se apresuraron a distraer al toro para poder auxiliar a su compañero caído, pero el toro seguía ensañado con él. Una señora detrás de nosotros decía espantada, ¡ay no, lo va a matar!, y mi mamá rápidamente nos tapó los ojos para que no viéramos aquella imagen espantosa: un torero enano que se creía Súperman siendo masacrado por un toro salvaje enfurecido y con ganas de matar. A mi mamá no le gusta la violencia ni el maltrato a los animales, pero en su afán de mostrarnos el mundo y sus locuras nos había llevado a que viéramos, o mejor, a que no viéramos nada de lo que pasaba aquel día en la plaza de toros, porque nos tapaba la cara con sus ágiles manos de prestidigitador.
Aún recuerdo aquella imagen de mi infancia.
Vi cómo se llevaban al enano en una camilla improvisada y no sé si por el afán o porque el enano iba convulsionando, pero a mitad de camino se cayó de la camilla y la señora de atrás volvió a sentenciar con un alarido que me sonó a burla: ¡ay no, ahora sí se murió!
Después de eso una voz en el parlante dijo algo que siempre he escuchado decir en las fiestas de corraleja en la costa: ¡qué sería de estas fiestas si no fuera por los muertos! Y la respuesta de un par de viejitos encopetados que estaban en el palco fue: ¡basta de payasadas, que empiece la fiesta brava!
Y entonces siguieron los rejoneadores con sus lanzas, y mi madre otra vez nos tapó los ojos a mi hermana y a mí, como podía, sacando más manos de las que tenía, y nosotros luchábamos contra esas manos, que parecían tentáculos en nuestras caras, luchábamos para poder ver lo que sucedía en aquella arena sangrienta. Y así, a medias, vi cómo aquel animal, que había sido sometido a la burla, ahora era sometido a la tortura con lanzas y con banderillas, dizque para que se pusiera más bravo, como si a un toro de lidia no le bastara más excusa para matar que el propio instinto de conservación. Y pude ver, a medias, la sangre que le brotaba de su lomo herido, y pude ver, también, el orgullo que sentían los banderilleros y los rejoneadores cuando el toro se acercaba a milímetros de ellos y lograban salir airosos, en un último momento angustioso y arriesgado. Y pude ver, con tristeza, las banderillas incrustadas en la carne de un animal acorralado y asediado por una tradición de mierda.
Entonces me distrajo la voz del presentador que empezó a hablar de la casta y la bravura del toro y de la casa de cría de donde pertenecía y de la estirpe y la fama de su próximo verdugo.
Salió entonces el verdadero torero vestido con traje de luces rojo, adornado ricamente con motivos dorados y coronado con su sombrerito, la montera, como le llaman los que saben de eso. Se bailó al toro con la destreza de una bailarina y las únicas voces que se oían eran un eterno “ooleeee” de la tribuna y el llanto ahogado del hijo de la señora de al lado, que seguramente temía llorar a jeta suelta para no convertirse en enano como castigo por haberse portado mal. Así éramos los niños en esa época, nos creíamos todo lo que nuestros padres nos decían.
Al terminar la faena de baile, el gran matador se paró frente al toro, con su mano derecha empuñaba con firmeza el estoque, mientras miraba al otrora majestuoso animal, jadeante y cansado.
El toro también lo miraba. Su respiración era agitada, y por ello sus cuernos puntiagudos se movían pendularmente, como si se negara a la posibilidad de la muerte.
La sangre le brotaba de su lomo herido por las banderillas, pero no era dolor lo que sentía sino miedo. Suena patético, lo sé, pero, eso era lo que los ojos del toro reflejaban. Hizo un movimiento instintivo de furia con sus patas de adelante, y se lanzó en un último intento de liberarse de su destino.
En la tribuna el drama hizo que algunas damas gritaran, más por hipocresía que por horror, y no faltaron las madres que se apresuraban a tapar, otra vez, con sus manos temblorosas, los curiosos ojos de los demás chiquillos que habían sido llevados como nosotros, a ver este espectáculo y de esta forma se perderían el clímax de la última corrida del gran matador. A eso nos habían llevado.
Con un movimiento rápido, el torero asestó el golpe mortal. El estoque penetró hasta la empuñadura y se me ocurrió que esta era la estocada perfecta que todos esperaban: un gran final para el retiro digno del maestro matador.
El animal lo miró nuevamente, gimió, se tambaleó, se resistía a la muerte, pero no pudo más y se entregó, derrotado por la maldita tradición. Fue sacado a rastras por los mismos caballos que minutos antes conspiraron contra él para rejonearlo.
Mientras tanto, en la tribuna agitaban pañuelos blancos y gritaban extasiados, ¡rabo y oreja, se lo merece el matador!
Hace poco escuché que el arte del toreo es digno y respetuoso con el toro, porque tanto el animal como el humano están en igualdad de condiciones, tal vez sea cierto, pero no creo mucho en eso. Los toreros practican años para alcanzar tales destrezas pero, se han preguntado qué pasa con aquellos toros que por su excepcional participación son premiados con el indulto, nunca más los llevan a una corrida porque ellos también aprenden de los errores y se vuelven más peligrosos, allí está la desigualdad de este arte, de esta tradición de mierda.
*Cuento publicado en el libro Narraciones Improbables Y Otros Relatos Cortos.
P.D. No dude en escribirme sus comentarios a mi cuenta de X @sanderslois
Comentar