De chiquita, que nací con un régimen autoimpuesto no sé de dónde, tendía a ser absolutista, a darle un valor sobredimensionado al bien y al mal, a jurar con mi vida misma sobre “siempres” y “nuncas”, porque me parecía que, bajo ninguna circunstancia, ¡jamás!, un ser humano podía cruzar líneas prohibidas. ¿Matar a alguien? Jamás, la vida es sagrada, yo no tengo el derecho, nadie tiene el derecho de quitarle la vida a otro ser humano. Y sí, sigo creyendo que no tengo el derecho y nadie lo tiene, y sigue siendo de mis inamovibles en la vida, pero también he aprendido a decir depende… ¿de qué depende?, de las circunstancias, siempre serán las circunstancias.
El 2 de julio de 2008 era miércoles y, a mediodía más o menos, el país estaba paralizado ante las imágenes de un avión que aterrizaba con unas personas que acababan de recobrar su libertad luego de 8 años en cautiverio, o más. De las 15 personas que acababan de liberar sobresalía una: Ingrid Betancourt, precandidata presidencial al momento de su secuestro. Cuando Ingrid tomó el micrófono el país entero estaba en silencio, a la expectativa de lo que iba a decir. Agradeció a Dios, al Ejército, a todo cuanto había hecho posible su liberación, mientras improvisaba algunas reflexiones en torno a lo que había vivido en cautiverio.
En ese momento, que aún quedaba algo de mis grandes absolutismos, Ingrid dijo algo que me desarmó para siempre, y me confrontó desde entonces. En su discurso, Ingrid narraba que siempre se había dicho a sí misma que era incapaz de matar a un ser humano, nunca, bajo ninguna circunstancia, ¡ninguna! Sin embargo, estando en su cautiverio, sintió que en más de una ocasión hubiera sido capaz de matar a alguien si hubiera tenido la oportunidad. ¡Claro!, ¿cómo no se me había ocurrido antes?, en ese momento mi franja absolutamente blanca y mi franja absolutamente negra se mezclaron un poco, y empezaron a dar otros matices.
Después de eso, un día cualquiera en mi clase de derecho probatorio, discutiendo sobre el debido proceso, sobre la legalidad de la prueba, sobre todos esos asuntos jurídicos que tanto debate generan, pero que tienen también una razón de ser, se armó una discusión bastante profunda. Sí, claro, si una persona se agarra en flagrancia tiene derecho a su debido proceso, a un trato digno, ¡obvio! Si mató a alguien también, claro, independientemente de todo, óigase bien, ¡de todo! ¿Cómo así que lo van a matar ahí también? ¿cómo así que lo van a agarrar a golpes? ¿Linchamiento?, no faltaba más. Pues sí, claro, se trata de la dignidad humana. ¿Y si el muerto es su mamá? ¡Qué gran pregunta!
Nos queda muy fácil lanzar discursos desde la orilla que no nos toca, porque ser espectador siempre será mucho más fácil que ser el protagonista, cuando de estos casos se trata. No, uno no puede pararse en la cúspide de la moral a escupir lo que uno haría, desde su formación y desde sus circunstancias. Uno no puede ir por la vida creyendo que lo que “yo haría” es necesariamente el producto de mis férreas convicciones éticas y morales, de mi superioridad intelectual y humana, sin considerar siquiera todo lo que mi contexto en particular ha incidido en ello. Sí, también es cierto que no necesariamente todo el que surge en determinado contexto tiene determinado final, pero lo que tenemos que entender es que esos, claros casos ejemplares, son muchas veces la excepción, no la regla, sobre todo en contextos como el nuestro.
Uno en la vida hace o deja de hacer cosas a partir de algunos filtros, todos tenemos alguno. A veces se llaman principios, otras veces oportunidades, necesidad, empatía, carácter, otras veces es rabia, resentimiento, desinterés. El caso es que todos tenemos unos mínimos, y esos dependen, en gran medida, de nuestras circunstancias mismas. Sí, yo evidentemente no saldría de mi casa corriendo con una pimpina a extraer combustible de un camión que se acaba de volcar, mis hermanos tampoco, mis papás menos.
No, no nos queda ni regular ir por la vida diciendo que es que eso que sucedió en Tasajera es el escarmiento de esos infelices que se estaban robando la gasolina de un carro que se volcó. ¿Quién los manda? Ahí tienen su merecido. “Es que se escudan en ser pobres para ser delincuentes”. Y no, la pobreza no es sinónimo de delincuencia, así como la ausencia de pobreza no es sinónimo de conductas ejemplares, pero tampoco podemos obviar el pequeño detalle de lo que hay, o de lo que no hay, en el medio. Sí, claramente hay muchos que no saldríamos corriendo a extraer gasolina de un camión volcado, uno con la nevera llena y la vida resuelta no se “rebaja”. Para otros, en cambio, esos que viven el día a día, ese camión representaba su día.
Si siguiera siendo la niña que todo lo veía blanco o negro, tal vez repitiera eso mismo hoy, quizás un poco conmovida por algunas imágenes, pero en el fondo, creyente férrea de “siempres” y “nuncas”, es posible que dijera que eso les pasa por andar buscándose su mala hora. Pero lo que esa niña no sabe es que muchas de esas personas viven y sortean todos los días la mala hora: viven un día, se ganan un día. Y de repente, un día, llega el momento en el que, tratando de ganarse el día, ya no tienen que salir más a ganarse el día, sepultando también los días que ya se habían ganado.
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