(Una canción, de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo, el surrealismo a través del ron)
Por unos huequecillos en las ventanas de madera se filtraban rayitos de luz y en ellos había miles de partículas flotantes. La ensoñación llegaba desde afuera al cuarto matinal al tiempo que desde ahí se oían pasos, rodar de bicicletas, uno que otro vehículo, algún canto de pájaro. Y no sé cuándo por esos mismos agujeros sutiles comenzaron a penetrar en mi pieza las imágenes al revés de los que abajo y afuera pasaban y entonces tuve una especie de rústico cine que podía ver muy cómodo desde la cama.
Tal vez desde esas experiencias primeras con la luz, cuando escuché no sé en qué momento un tango que en todo caso jamás sonó en las cantinas del barrio, donde todos los días molían tangos, pero nunca, como ya dije, este tango de Cátulo Castillo, Una canción (un tango que se llama Una canción y es un tango-canción, de una poesía que embriaga) no sonó en ningún traganíquel de aquellos bares legendarios (para mí) casi ya todos muertos, en los que había gardeles y juandarienzos y rodolfosbiagis, y, claro, el gran Berón, que alguien alguna vez me dijo: “Es un cantor para malevos”, y sonaba Enrique Campos con su voz bien timbrada, pero no, no, nunca escuché que se regaran por la acera, la calle, la cuadra y entraran en casa aquellos versos de “La copa del alcohol hasta el final / Y en el final tu niebla, bodegón… / Monótono y fatal / Me envuelve el acordeón / Con un vapor de tango que hace mal…”.
Empezando, porque, además, por aquellas calles, cuadras, esquinas y bares, no escuché nunca ni ese tango ni a su mejor intérprete que es, no hay para qué negarlo, Roberto Goyeneche, el Polaco.
Y si, como se sabe, en el tango hay piezas de un surrealismo exquisito, que puede ser como las imágenes que gracias a ese rayito de luz se proyectaban en mi cuarto, en el que se veían en las pantallas cinematográficas de la pared personajes al revés, o patas arriba, Una canción (me parece a mí) es una conjunción de imágenes oníricas, de ensoñaciones que solo el alcohol puede provocar. Sí, claro, me dirán que muchas letras, mejor dicho, poesías para ser cantadas, de Homero Expósito son como un sueño y les diré que sí.
¿Cuáles? Tiene un montón: “trenzas seda dulce de tus trenzas luna en sombra de tu piel y de tu ausencia”, “donde el callejón se pierde brotó ese yuyo verde del perdón…”, “Nos habían suicidado los errores del pasado, corazón… y latías —rama seca— como late en la muñeca mi reloj”.
Y tal vez el más surrealista de todo el repertorio tanguístico, ¿o no?, es el tema alucinante de Horacio Ferrer, con un loco que se pinta las rayas de la camisa en la piel y sale con unas banderitas de taxi libre en cada mano. Pero este, de Cátulo, Una canción, sí batea de hit, o, mejor dicho, es una deslumbradora colección de imágenes que solo pueden pertenecer a esa niebla revuelta con trazos de Van Gogh que solo es posible apreciar con la influencia del alcohol.
¿Qué experiencias se pueden vivir con un tango? Muchas, así como con una novela, un relato, un cuento, una pieza de Black Sabbath, o los encandilamientos tremebundos de una obra de William Burroughs. Aquellas lucecitas en chorro de mi pieza de infancia volvieron a aparecer, no sé por qué, cuando escuché ese tango con olor a ron, en el que el percal está ahí, con sus tejidos sutiles sobre el cuerpo sensual de una mujer.
¡A ver, mujer! Repite tu canción
Con esa voz gangosa de metal
Que tiene olor a ron
Tu bata de percal
Y tiene gusto a miel tu corazón…
Es un tango con espejos bien pulidos, por los que, como si en uno reencarnara Alicia, la muchachita inglesa tan imaginadora, se puede saltar por esas superficies reflectivas que tantas preguntas nos hicieron ocurrir para el profesor de física. Es una letra que estremece porque uno ve, al oírla, las sensaciones, los olores, las palabras. Es visual. Se ve con la piel. Pero también táctil. Se oye por los poros. Es un tango para todos los sentidos. Y si le aplicás razón, te podés montar en el viento y volar, volverte vendaval, ir tras un trago de ron que te hará cantar despacito y al oído de una mujer cuya figura etérea ya es una manera de la seducción.
La borrachera (o, mejor, la curda) de esta atmósfera que Cátulo Castillo pinta en Una canción es todo un cúmulo de emociones, sensaciones, brillos y desnudeces. Y, además, suenan muy bien con la música que el gordo Aníbal Troilo les puso a esos versos que parecen la emanación de un volcán a punto de la erupción.
Una canción
que me mate la tristeza,
que me duerma, que me aturda
y en el frío de esta mesa
vos y yo: los dos en curda…
Este tango que vuela hasta aquellas fulguraciones de ventanal de infancia, que me incluyen en atmósferas de antiguos cafetines con palabras de copa en copa y de mesa en mesa, me recuerda al amigo que ya no está, a aquel que cuando lo escuchaba, ya con la ebriedad en su cerebro, iba diciendo cada verso como si llorara, como si tuviera al frente la imagen de una muchacha que tiembla al escuchar Una canción.
Los dos en curda
y en la pena sensiblera
que me da la borrachera
yo te pido, cariñito,
que me cantes como antes,
despacito, despacito,
tu canción una vez más…
Y, en efecto, aquel amigo, que ya se fue como la luz de aquellas ventanitas lejanas, lo iba diciendo mientras escuchaba a Goyeneche, y parecía en efecto estar hablando con un fantasma, con un recuerdo: “La dura desventura de los dos / nos lleva al mismo rumbo, siempre igual, / y es loco vendaval / el viento de tu voz / que silba la tortura del final…”, y aquel hombre encurdelado se llevaba a sus labios la copa de ron. Y después de todo ya no sé si ese tango me remueve memorias o me gusta porque es como aquellos retazos de luces y sombras que entraban a mi cuartito como si salieran de un proyector de cine, o porque me hacen encontrar con el amigo que ya no está, o por toda la sensibilidad que despierta su música y la manera de decirlo el gran Goyeneche, con sus facultades de actor que solo está en el mundo para representar en una función eterna a Hamlet, a Falstaff o al rey Lear:
¡A ver, mujer! Un poco más de ron
y ciérrate la bata de percal
que vi tu corazón
desnudo en el cristal,
temblando al escuchar
esa canción…
Puede ser que me digan, qué va, qué surrealismo ni qué cuernos. Y entonces les contestaré que quizá ellos no son capaces (por miedo, por incertidumbre) de atravesar el espejo de Una canción, el mismo espejo (o espejismo) capaz de transportarnos hasta lugares insospechados en los que se levanta un vapor surreal, un “vapor de tango que hace mal”, porque duele, porque pesa en el cerebro y en el incierto lugar donde se agazapan las recordaciones. Y porque se trata de la reunión imaginaria con una mujer a la que la bata (y la piel) le huele a ron y le sabe a miel su corazón.
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