En el entramado de deseos y emociones cada personaje refleja al otro, o lo complementa. A veces, lo que uno calla, el otro lo vive; otras, lo que uno teme, el otro lo repite.
La necesidad de comprender que el sexo simultáneo, para los autoproclamados inteligentes, no es más que un escudo para disfrazar la prostitución bajo la idea impostada del poliamor.
El deseo es el camino hacia la individuación.
Carl Jung
“Somos tantos y tan tontos” es una novela corta de Juan Camilo Betancur que fue finalista en el 2024 del Primer Concurso de Novela Corta Rafael Chaparro Madiedo CLU Editores.
En la trama, un triángulo amoroso transita la cuerda floja entre deseo y amistad. Así, Juan está atrapado entre el deseo y la culpa: es sombra que duda. Él, quien le apostó todo a la relación, dice: “Todo con María es un error. Porque después de conocerla me fui de culos al fondo del estanco de la incertidumbre”. Y la percepción de sí mismo llegó al escalón más bajo del amor propio. “Me convertí en uno de los peores hombres que conozco. Un individuo que sabe que hace las cosas mal y se maltrata a sí mismo. Un pobre diablo que reconoce que sus acciones pueden afectarlo toda la vida y, aun así, abraza con fuerza el deseo que lo hace sufrir”.
Mientras que Mateo, quién ejerce una atracción casi sobrenatural en las mujeres, se aleja de su mejor amigo, Juan, sin saber si es tristeza o traición lo que lo empuja. Esta ambivalencia hace que Mateo se sienta la línea quebrada de la lealtad. Si para él, la amistad es el valor fundamental; es un valor que deja en segundo plano para vivir una vida de familia con María, de la que se lamenta: “¡Oh bella irracionalidad de la rabia! Refugio de todos los crímenes, pavor de los santos, desahogo de los enfermos mentales, bálsamo oscuro de los asesinos, veneno del cuerpo. ¡Protégenos Señor de esta fuerza ciega que hace intransitable este Valle de Lágrimas que nos has dado para soportar la vida en pareja!”. De tal modo, Mateo vive lo que no desea y lo usa como pretexto para evocar lo perdido: “Extraño a Juan más de lo que podría extrañar a María. Con Juan, la amistad es un hilo de luz que ilumina el paisaje sombrío de la vida cotidiana”.
María, inteligente y provocadora, desafía estereotipos de género. No teme expresar abiertamente sus deseos. Tanto, que llega a ser el vértice donde el lenguaje del amor es un espejo donde lo deseado se empaña al materializarse y se ve desde otra perspectiva. Como sucede con Mateo. Veamos: “Tanto conjuré a Mateo que ahora vivimos juntos. Mejor dicho, nos destruimos juntos. Y los años de anhelos de una historia con él, de cuando su nombre me palpitaba en el oído, se hicieron bruma”.
En el entramado de deseos y emociones cada personaje refleja al otro, o lo complementa. A veces, lo que uno calla, el otro lo vive; otras, lo que uno teme, el otro lo repite. Ocurre cuando María describe la presencia de Mateo como una figura que la impacta profundamente: “dije su nombre varias noches en la cama. Lo dije para encerrar su nombre en mi cuerpo: Mateo, Mateo, Mateo… hasta que su nombre fue igual a un pensamiento. Un pensamiento que se mudó a vivir en mi cabeza”, después, con esa misma intensidad, nombra a Juan: “El recuerdo de Juan parecía tener manos y tocarme”. Y para que los personajes se reflejen con intensidad en María, como requisito, deben estar sometidos a la distancia. Miremos. Al inicio, para María, Juan era un comodín: “Pensé que Juan era una transición de la que no tenía por qué preocuparme”. No obstante, en la lejanía, su presencia la habitó de cuerpo entero: “Todo él, su flacura de cosa que se va a desarmar, me llega de golpe. Me llega como un aire que se me mete en los ojos y me despierta el llanto. ¿Quién sabe a qué profundidad siento a Juan?”. Del mismo modo y de forma contraria, acontece con Mateo. Al inicio, María adoraba “el peligro que emanaba. Todo él era un golpe de mano empuñada a punto de impactar en el rostro.” Y luego, en la convivencia, en el exceso de cercanía, dice del hombre que ama: “Mateo no soporta el dolor de la rabia dosificada. La rabia de la ofensa medida que, en vez del grito, lleva al silencio que tarja por dentro; al silencio que permite ver la monstruosidad que se puede ser y que, pese al daño, hay que abrazar con ternura. Por eso, Mateo es el débil y lo sabe”.
Por algo, en la distribución de los capítulos, María está en el centro. Centro desde donde pareciera a ambos hombres. Al menos es la sensación que queda, sobre todo, con Juan. Pareciera que la percepción que ella tiene de él, le condicionara la personalidad, hasta el punto de darle lo mismo verlo destruido: “Juan enloqueció y lloró en mis rodillas. Ni siquiera sentí rabia. Más bien, un cansancio de estar con un hombre en retazos”. Un hombre en retazos que giró alrededor de ella, obsesionado y miserable: “Juan estuvo pendiente y confundido. Habló mucho, sudaba como caballo”.
Y de cierta manera, también con Mateo. Pero Mateo acudió al maltrato y la indiferencia para condicionar a María. En este punto, tanto María como Mateo acudieron a la agudez de la inteligencia para hacerse la mayor cantidad de daño posible. Usaron la insana costumbre de delegar a los más cercarnos lo peor de sí mismos. Veamos. María, al inicio, cuando apenas descubría el cuerpo de Mateo y recordaba su aroma: “Un olor a pino y animal salvaje. Un olor fuerte que entraba hasta los pulmones y se quedaba varios días.” Sin embardo, después de habitar juntos una misma casa, sufre la vida hogareña: “Esta historia que me genera una sensación oscura que me infla, me pone turbulenta, caprichosa, con un enojo dosificado que administro a cucharadas sobre Mateo, sobre esta vida de familia, sobre este sueño cumplido de ser mamá que me da náuseas”. Del mismo modo, Juan, quien parece llevar la peor parte del encuentro con María, se repone y ella cambia la perspectiva sobre él: “Juan me hizo mirarlo dos veces. A partir de ese momento, él me creció en silencio, como un amor robusto”.
Y cuando por fin Juan entiende lo que le sucede, cuando vuelve a utilizar la cabeza en la borrasca emocional, cuando roba la voluntad a las hormonas, declara: “Reconozco (…) la necesidad de dormir. De caminar. La necesidad de reír más que de ahogarte en el alcohol. La necesidad de conectar: con la naturaleza, contigo mismo, con quienes realmente importan. No de perderte en el sexo desenfrenado. No de confundir lo esencial con el placer. La necesidad de comprender que el sexo simultáneo, para los autoproclamados inteligentes, no es más que un escudo para disfrazar la prostitución bajo la idea impostada del poliamor. Poliamor que no es libertad, sino una desconexión. Un fracaso moral”.
Como abrebocas a la lectura, en “somos tantos y tan tontos”, los vínculos afectivos son ríos que se cruzan, burbujean y arremolinan. Hacen de la amistad, el amor y el erotismo, por instantes, tramos nebulosos, y la corriente de la vida resulta un viaje sin certezas ni redención.
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