En la sociedad contemporánea, navegamos en un mar de doble moral. Nos deleitamos señalando las faltas ajenas mientras nuestros propios pecados pasan desapercibidos, escondidos bajo la alfombra de nuestra autocomplacencia.
En este teatro de la vida, donde todos somos críticos de arte y actores amateurs, surgen preguntas incómodas: ¿De qué sirve la Ley 70 de 1993, con su artículo 33 que sanciona la discriminación, si la discriminación sigue rampante como un virus indestructible?
Homofobia y Transfobia: Dos Monstruos con Licencia Social El 17 de mayo de 1990, la Organización Mundial de la Salud (OMS) decidió que la homosexualidad ya no era una enfermedad, eliminándola de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE 10). Un hito, sin duda, en la lucha por los derechos del colectivo LGBTI, que celebramos con un arco iris de esperanzas. Sin embargo, esa esperanza aún se tambalea en la realidad actual.
En América Latina y en el mundo, ser distinto sigue siendo un pasaporte no deseado a un parque temático de prejuicios y odio.
El Caso de Anna Méndez: Una mujer transgénero y activista en Chaparral, Tolima. nacida como Daimer Alexander Méndez Berrío, encontró su identidad, pero perdió la vida en el proceso. Su asesinato, reconocido como feminicidio, nos recuerda que, en Colombia, ser fiel a uno mismo puede ser una sentencia de muerte. ¿Cómo puede un país que se jacta de su diversidad y «calidez» ser escenario de tal crueldad? La respuesta es simple: doble moral.
La representación de personas LGBTI en los medios oscila entre la demonización y la caricatura. Noticias sobre violencia y discriminación son presentadas como anécdotas tristes en el noticiero de las siete, solo para ser olvidadas cuando el siguiente escándalo marca más tendencia. Esta trivialización no solo banaliza el sufrimiento, sino que también perpetúa los estigmas.
La homofobia y la transfobia se cuelan en nuestras vidas cotidianas como el vecino chismoso que nunca fue invitado. ¿Un ejemplo reciente? Fue el de un amigo cercano, se encontraba trabajando y su compañera de trabajo lo llama “loca” por su orientación sexual. ¿Inofensivo? No, es el reflejo de una sociedad que acepta la discriminación como parte del menú diario.
Es hora de dejar de ser los hipócritas protagonistas de nuestra propia telenovela moral. Las leyes contra la discriminación deben ser más que palabras en papel; deben ser escudos reales para los vulnerables. Necesitamos programas de educación y sensibilización que ataquen los prejuicios desde la raíz, arrancándolos como las malas hierbas que son.
La lucha no es solo un deber de los activistas; es una responsabilidad de todos. No podemos permitir que la indiferencia perpetúe el ciclo de odio. Es momento de mirarnos al espejo y confrontar nuestra propia hipocresía. Solo entonces podremos aspirar a una sociedad donde la igualdad y el respeto sean más que utopías; sean realidades tangibles para todos.
Entonces, queridos lectores, les dejo con una reflexión: la próxima vez que se vean tentados a juzgar a alguien, pregúntense si están viendo la paja en el ojo ajeno o ignorando la viga en el propio. La respuesta, aunque incómoda, puede ser el primer paso hacia un mundo más justo y humano.
Comentar