Esta es una pequeña vereda en la que las Juntas de Acción Comunal, junto con la interferencia de las disidencias, llenan esas ausencias y nostalgias de ese Estado que muchos creemos omnipotente y omnipresente (o que quisiéramos que fuese así). La Guerrilla es quien dirime muchos de los conflictos de varias de las veredas en la región. No hay jueces de la república ni policías –acostados… mucho menos–. ¿Quién gobierna aquí?.
Sobre una pequeña mesa de madera, segundos después de pedir una canción de Cesar Mora, una torre de sonido aturde toda la tienda “Tu canto, el bullicio, el barrio y el son. Será mi dulce oración…”. Son las once y quince de la noche. Nos queda un poco más de una hora. Es nuestra última noche en la vereda La Cristalina, ya que al siguiente día tenemos que estar en el aeropuerto de La Macarena –este viaje de trabajo inició en San Vicente del Caguán–. Empiezo a hablar con Pedro, quien me comenta que ha recorrido todas las veredas de esta zona, desde San Juan de Losada hasta La Punta (así se llama la vereda). “Quiero morirme al arrullo de tu voz. Y un réquiem en guajira y ron”… cantan mis compañeros mientras veo caer una gota de sudor de Pedro, y de la cerveza que está en su mano. Asegura que el trabajo de él, y de varias de las personas con las que estamos, fue ganarse la confianza de la gente –incluyendo las disidencias–. Manifiesta que gracias a los lazos creados entre los sociales y la comunidad –una labor de meses– fue posible ingresar a esta zona para caracterizar, diligenciar formularios de adjudicación y remitir la información a una Entidad del Gobierno. Con esta labor asumimos que el Estado por fin ha llegado, valiéndome de un término escurridizo, y de políticos en campaña, a “La Colombia profunda”.
Termina la canción y empieza otra. Algunas voces se escuchan cantar “dejé a mi esposa con mis hijitos que sin quererlo yo abandoné y para unirme con las guerrillas a las montañas me encaminé”; le digo a Pedro que la canción es de El Charrito Negro y que la escuché en la vereda de San Juan de Losada. Él me dice que este momento le recuerda a una vez que estuvo en la vereda La Punta. La gente bailaba, la canción era otra. Sonaba un apacible acordeón que llevaba el ritmo de un vallenato. Tan apacible, bailaban alrededor de un muerto. “¿Un muerto?” le pregunto asombrado. “Sí, un muerto”, afirma. Menciona que cuando lo vio le dijo a su equipo que pagaran las cervezas y que se montaran en la camioneta. Era de noche y “nos fuimos volando”, me dice. “¡Qué susto!”, le digo con asombro. “Sí, lo más probable es que haya cometido una infracción y que lo hayan dejado ahí para enviar un mensaje en la vereda”. En ese momento recuerdo las sanciones y multas que se ven en el letrero que hay en la entrada de La Cristalina: riñas, hurtos, homicidios, fiestas después de la una de la mañana. También llegan a mi cabeza las clases de Derecho sobre “fines y funciones de la pena”. Miro la hora; ya casi son las doce. Tenemos hasta la una, sin embargo, tanto a mí como a mis compañeros, se nos pega la aguja.
Voy a la barra, pido una cerveza y pido una canción de “La 33”. La señora me dice que la busque en el computador. No sé bailar, pero escuchar música siempre me ha gustado. Suena el plato de la batería y la voz de la orquesta segundos después “Mira que está amaneciendo. El bosque ya se pone en calor. Mi hada se levanta en un pregón…”, casi nadie la canta y la canción finaliza. Empieza otra menos notálgica que las primeras, un poco más frenética. Entre estas y otras canciones se fue la noche. Es casi la una de la mañana y nos acercamos a la dueña del local para decirle que si podemos ‘seguirla’ en el patio con las puertas cerradas –una irresponsabilidad, pienso–. Ella, con la mirada fija en nosotros, nos dice que no. Es prohibido colocar música después de la una de la mañana, ya que hacerlo acarrea una sanción; parte del dinero va a las Juntas de Acción Comunal. Sergio, un compañero de Florencia, nos dice que vayamos al balcón de donde nos estamos quedando. Compramos una botella de ron, pagamos, nos abrazamos, mientras unos se van para el hotel a descansar –el único hotel del lugar–. Nos vamos a seguirla, cantando en voz baja un tema de Julio Jaramillo, Diego, Natalia, Sergio, Hugo, Ángela y yo.
Caminamos a través de la entrada de la vereda rumbo al hostal. En el trayecto llegan a mi mente las letras que aparecen en el muro de una casa cercana a donde vamos; cuya marca es: Frente Edinson 5000. La organización de muchas de las veredas de la zona estuvo en cabeza del Bloque Oriental, al mando del ‘Mono Jojoy’. Actualmente intervienen en muchas de las decisiones las desidencias de las FARC. Seguimos caminando. A esa hora ya no se sienten los 33 grados centígrados del mediodía. La dueña del hostal, me cuentan, fue novia del Mono Jojoy (lo comentó ella con unos tragos encima en alguna ocasión). Ella sabe todo lo que pasa en La Cristalina –afirman mis compañeras–; si va a pasar algo en la vereda, ella es quien se entera primero, razón por la cual vamos a seguirla en un lugar seguro. Doña Lucía fue el puente entre las disidencias y, eso que llamamos los funcionarios públicos, el Estado. Así, en mayúscula inicial; una entidad ficticia, fija, ausente y nostálgica en la que creen los funcionarios como yo.
De San Vicente del Caguán a la verada La Cristalina hay aproximadamente cuatro horas de viaje. Esta es una pequeña vereda en la que las Juntas de Acción Comunal, junto con la interferencia de las disidencias, llenan esas ausencias y nostalgias de ese Estado que muchos creemos omnipotente y omnipresente (o que quisiéramos que fuese así). La Guerrilla es quien dirime muchos de los conflictos de varias de las veredas en la región. No hay jueces de la republica ni policías –acostados… mucho menos–. ¿Quién gobierna aquí?, ¿quién tiene la facultad sancionatoria de la que me hablaban en la carrera de Derecho? Es una pregunta que en apariencia se resuelve por sí sola debido a la poca o nula presencia de las entidades del Gobierno de turno.
La población, afirman mis compañeros, tiene desconfianza de la presencia y ayuda del Estado; les asusta, por ejemplo, el sonido de un helicóptero cerca al techo de sus casas. Los puentes, que están en las carreteras veredales, fueron construidos por las juntas y apoyados por los grupos armados de la región. Llegamos al hostal. Las luces se encuentran apagadas, sin embargo, sacamos algunas sillas. Hacemos tanto ruido que doña Lucía sale del cuarto. Ella se sienta a mi lado y me dice que si le doy un ron; ya que la despertamos. Extrañamente, a pesar del lugar en el que estoy, me siento seguro.
El ron y el sueño me han adormecido un poco. Le pregunto a doña Lucía dónde nació, a lo cual responde que es de Florencia. Que allá tiene un par de casas, pero que aquí tiene la mayoría de sus propiedades. Me habla sobre una finca que vendió hace poco (que no frecuentaba mucho). Le pregunto si era muy grande, a lo cual responde “No, era pequeña. Media sesenta hectáreas. La vendí porque quedaba muy lejos. Por el monte”. Pienso en que no era para nada pequeña… Afirma que la vendió barata, como en veinticinco millones de pesos. Entonces reflexiono sobre la propiedad y su costo sin un título que la acredite (una fabulación jurídica).
La gente en la vereda, como en muchas otras zonas del país, se ha organizado sin ese Estado omnipresente. Entonces no hay ausencia. En varias regiones de Colombia hay prácticas que comúnmente el estado, con minúscula, menos grande y abarcador de lo que quiere reflejar, deja de asumir por diversas razones. Colocamos música en un celular y empezamos a beber junto con el sonido de un vallenato y con el cantar de los grillos y las ranas. Suena “Negarlo sería más triste, que yo te quise, que yo te quise. Y a pesar de mil motivos que te maldicen, que te maldicen”… Mis compañeros empiezan a bailar. Sus cuerpos se mueven con desenvoltura, girando, transitando, escondiéndose en la oscuridad y apareciendo entre algunas ráfagas de luz que llegan de un poste.
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