“For several years now in the United States, digital machines programmed to arrange marriages have been in operation…A “machinic matchmaker” selects couples that are best matched physically and intellectually. According to the results, the stability of machinically arranged relationships is twice as high as that of regular marriages”. Stanislaw Lem
Todo empezó con un discurso común y corriente, demagogia de cajón, palabrerías de políticos obligados a hablar para pensar, impelidos a producir discursos y leyes al calor de los acontecimientos. “El Estado parlanchín”, decía R. Más que eso, “la democracia como entretenimiento”, complementaba J.
“El derecho de los niños prevalece sobre el de los adultos”, repetía con frecuencia la senadora. “Nuestras tasas de divorcio han alcanzado niveles intolerables. Con consecuencias desastrosas, deletéreas para los miembros más vulnerables de la sociedad, los niños. El suicidio entre adolescentes se ha disparado, la pobreza entre los hijos de divorciados es un escándalo, los niños están creciendo sin atención, sin modelos de comportamiento, sin familias. Tenemos que hacer algo. No más actitud contemplativa. No mas indiferencia”.
R y J., novios entonces, embelesados en el amor romántico—que solo duraba algunos meses según las investigaciones más recientes–, solían burlarse de la demagogia de la senadora. No la tomaban en serio. “¿Quién salvará a los niños del oportunismo de los políticos?”, decía R. “Para eso necesitamos otros políticos”, contestaba J. “Que tragedia, solo los políticos pueden defendernos de los políticos”, decían ambos, al unísono, enamorados.
El proyecto de ley causó inicialmente mucha hilaridad. Después suscitó varios comentarios críticos. Pero, poco a poco, gradualmente, fue ganando apoyo. Primero de las derechas, luego de las izquierdas. Solo unos cuantos libertarios mantuvieron una oposición férrea, vehemente, pero elitista según los opinadores consuetudinarios. La senadora siempre presentaba su iniciativa de la misma manera, con una suerte de silogismo utilitarista: nuestro deber es proteger a los niños, los divorcios afectan gravemente su bienestar y posibilidades, una medida pragmática, sencilla, puede evitar muchos divorcios, ergo, nuestro deber moral es convertirla en una obligación legal.
La medida era en realidad sencilla de ejecutar. Todo pareja en trance de matrimonio (ya R. y J. estaban considerando el suyo) debía someterse a un examen de compatibilidad. Cada uno respondía una pequeña encuesta psicosocial, tomaba un test de inteligencia y se sometía a un corto examen físico. Los datos eran llevados a un computador, previamente alimentado con millones de “matches”, locales y extranjeros. El computador producía un resultado de compatibilidad. Si el mismo se ubicaba por encima de 0,76, se autorizaba el matrimonio o la unión de voluntades. Si no, se rechazaba la autorización de manera definitiva, inapelable.
“Así se podrán prevenir entre 60% y 80% de todos los divorcios”, explicaba la senadora con una precisión aprendida, fundada en miles de estudios, en la creciente evidencia sobre la eficacia del procedimiento. “El amor romántico es una ilusión química”, decía la senadora, “dura unos meses y después con la rutina se desvanece en el tiempo”. “¿Por qué vamos a dejar que un espejismo, una ilusión transitoria, decida el asunto más importante de nuestras vidas y de las de nuestros descendientes?”, preguntaba retóricamente. Ella misma respondía: “hoy las empresas usan estos programas, buscan disminuir los errores derivados de la aleatoriedad. Llegó el momento de asumir responsablemente nuestras obligaciones”.
La ley pasó con una votación casi unánime. Los libertarios capturaron 90% del debate, pero representaban 5% de los votos. La senadora agradeció al país con emoción. El articulo más debatido, el único que dividió la votación (pero terminó siendo aprobado) era el que mandaba hasta dos años de cárcel para quienes falsificaran los exámenes de compatibilidad que serían realizados por los notarios.
R y J. acudieron al examen con algo de inquietud. Pero confiados. Se sabían el uno para el otro. Leían los mismos libros. Tenían la misma talla. Creían en las mismas cosas (en el cinismo de los políticos, por ejemplo). Pero el computador (“la celestina electrónica”, le decían) pensaba otra cosa: 0,33 fue su dictamen, muy lejos del puntaje requerido de 0,76. Informados del resultado, abandonaron la notaría en silencio. Descorazonados. Incrédulos. “Una máquina no puede decidir nuestro destino”, dijo R. “No somos la primera pareja que lucha por su amor”, dijeron ambos, haciéndose eco, enamorados.
R. supo de un notario dispuesto a “compatibilizar” parejas. Llegó a un acuerdo económico razonable y consiguió así el certificado de compatibilidad: “0,87”, decía. A los pocos días se casaron. Felices. Con la complicidad que produce la superación de un obstáculo extraordinario. Vivieron felices por un tiempo. Tuvieron dos hijos. El amor de sus vidas (“ese sí dura para siempre”, decía la senadora). Pero pasado el tiempo comenzaron los problemas. Los silencios. Las evasivas. Las riñas sin sentido. Las agresiones verbales. En fin, el distanciamiento que termina en el odio al otro y a todo lo que quiere o representa.
Después de mucho pensarlo (el fin del amor sí requiere raciocinio) decidieron separarse. “El computador tal vez tenía razón”, dijo R. Siguieron hablándose con frecuencia. Terminaron trabajando juntos en una fundación para ayudar a los hijos de divorciados, cada vez más pocos y cada vez más discriminados. “La senadora creó una nueva minoría. Terminó concentrando todo el sufrimiento en unos cuantos niños”, dijo J. en una de las reuniones de la fundación. “Seguimos pensando igual”, dijo R. con una sonrisa cómplice. “La incompatibilidad es en últimas más llevadera que el amor”, pensaron los dos. Sin decirlo.