“Ya no debemos estar alertas solamente ante los bellos cantos de sirena, porque las sirenas ya no cantan, ahora gritan en la plaza pública o postean en cualquier red social. La ausencia del pensamiento y la presencia del escándalo mediático constituyen el escenario perfecto para matar y enterrar la libertad”.
Gritan «¡Libertad!» mientras nos ponen cadenas, nos sacan el pan de la boca y nos explotan. Ellos gritan «¡Libertad!» para que nosotros evitemos pensarla y experimentarla seria, serena y tranquilamente. Es así como uno de los conceptos —también llamado valor— más importantes de la historia de la civilización, que ha sido caballo de batalla contra los regímenes más despóticos y arbitrarios, se ha convertido en una punta de lanza que se enfila directamente hacia nuestro cuello. Ante esta peligrosa situación es necesario detenerse y reflexionar, por ejemplo, ¿Qué es la libertad? ¿Ha significado siempre lo mismo? ¿Cómo la entendemos hoy? Y más importante aún: ¿Para qué le ha servido al hombre pensar sobre la libertad?
Para comenzar es preciso señalar que este no es, por supuesto, un tema o un problema nuevo. De hecho, como lo señala el profesor italiano Giovanni Sartori en su libro La democracia en 30 Lecciones (2009), la pregunta por la libertad del hombre “(…) recorre toda la ética y la teología cristianas” (p. 67). Incluso el recorrido es más extenso. Es tan antigua nuestra pregunta por la libertad humana que bien podemos ubicarla en los orígenes de la civilización occidental. El filósofo alemán Rüdiger Safranski, en su estudio El mal o el drama de la libertad (2014), nos cuenta que en las grandes civilizaciones de la antigüedad las narrativas mitológicas y los más destacados sistemas filosóficos de nuestra cultura han servido al propósito de explicar el origen del mal y su relación con la libertad humana. De manera que como tema, pregunta, problema o concepto —en solitario o acompañado de otros temas, problemas o conceptos—, la libertad ha estado en el núcleo de las cavilaciones de poetas, filósofos, teólogos, sociólogos, teóricos políticos e historiadores, entre otros.
Ahora bien, el hecho de que no sea algo novedoso no quiere decir que no debamos interesarnos y preocuparnos genuinamente por él (el concepto de libertad). A este respecto no deben imponerse la celeridad y la superficialidad, sino la calma y la profundidad. Solo así evitaremos sucumbir a los cantos de sirena, o sea, a esas bellas tonadas que nos atraen con promesas falsas y que resultan en engaños fatales. Esa lección ya nos la dio el poeta Homero en su obra La Odisea.
Detengámonos pues y comencemos a pensar para comprender. Este, como todo concepto, se construye y adquiere sus diversas connotaciones a través del contexto histórico y de las mentes que se entregan —en el mejor de los casos— a la tarea de pensarlo. Esa es la razón por la que encontramos que en cada época hay una idea más o menos compartida sobre aquello que se define como la libertad. Benjamin Constant, filósofo político del siglo XVIII, explicó bastante bien la forma en la que los hombres de la antigüedad y los de la modernidad entendieron la libertad. En la antigüedad, dice, la libertad se concebía como un ejercicio colectivo de deliberación pública y de control político. Eran los ciudadanos libres quienes decidían sobre cuestiones fundamentales para la polis (Ciudad-Estado) como hacer la guerra o mantener la paz, votar o vetar las leyes, y también gracias a ella podían hacer control político a sus magistrados. Ya en la modernidad, los hombres designaban con la palabra libertad el derecho de opinar, de escribir, de escoger su trabajo, de tener propiedad, de reunirse entre ellos y de elegir a sus representantes en el ámbito político, así como el derecho de no ser maltratado ni estar sometido a la voluntad arbitraria de otro hombre o del poder político.
Estas dos definiciones de la libertad han provocado muchas controversias. Para unos es mejor la libertad de los antiguos, para otros la libertad de los modernos. Esta última idea de libertad como derecho de o derecho para fue sumamente llamativa porque hace énfasis en la posibilidad de que el hombre pueda satisfacer sus deseos e instintos sin que alguien o algo interfiera, siendo el único límite que los otros hombres puedan disfrutar de los mismos derechos. Este concepto de libertad es, pues, esencialmente individualista o subjetivo.
Pero en este concepto de libertad hay un canto de sirena. Resuena constantemente con el único propósito de que renunciemos o abjuremos de la libertad misma. Nos hace creer que cada ser humano debe luchar —cada uno— por lo suyo, que en el hombre deben prevalecer sus intereses particulares, y sobre todo si son de tipo económico. Es esa concepción estrictamente individualista la que nos han presentado como la máxima expresión de la libertad. No obstante, la libertad entendida como una reivindicación de intereses fundamentalmente económicos fue, por supuesto, también objeto de discusión. Esta vez el turno fue para Karl Marx. En efecto, este concepto, por noble e importante que nos parezca, fue puesto bajo sospecha y sometido a crítica. Según Marx —quien reconocía la importancia de lo que significó la conquista de la libertad en otras épocas—, este concepto, tal y como la habían entendido los hombres modernos, era algo que se agotaba demasiado rápido y se quedaba en el plano de lo formal, ya que la mayoría de los hombres estaban sometidos a una cruda y envolvente realidad, es decir, al hecho de que muchos solo tenían su fuerza de trabajo para vender y, por lo tanto, terminaban “libremente sometidos” a un sistema de explotación económica: la producción capitalista. Fue Marx uno de los primeros hombres en pensar detenidamente si lo que se definía como libertad, lo era en sentido estricto. La conclusión fue que este concepto de libertad era bastante reducido en su sentido y en sus alcances, y que en ese recorte de sentido radicaba justamente el aumento del peligro de su pérdida. Por esa razón fue que el autor del Manifiesto comunista se propuso la tarea de ampliar el sentido del concepto y acuñar un sinónimo. Con Marx aparece la emancipación como sinónimo de libertad; con Marx se hace énfasis nuevamente en que la emancipación se logra en términos sociales y no únicamente en el plano de lo individual; y, por último, es él quien nos sugiere que deberíamos entenderla como una emancipación, más que del rey, del gobierno o de otro hombre, de las condiciones sociales que producen la alienación e impiden la realización del ser humano.
Todavía más cercanas a nosotros son las reflexiones que, a propósito del concepto de libertad, ha realizado el reputado filósofo surcoreano Byung-Chul Han. En su corto pero interesante ensayo titulado Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder (2021), tenemos una definición al tiempo que una crítica. Que la libertad está en crisis, nos dice. La crisis de la libertad se produce porque está siendo explotada. ¿Y cómo es eso? Veamos. Básicamente señala que hoy nos creemos libres, pero lo que en realidad sucede es que nos autoexplotamos. “Vivimos en una fase histórica especial en la que la libertad misma da lugar a coacciones” (p. 11). Para el hombre actual la libertad se define como un poder hacer. «¡Puedes hacer muchas cosas! ¡Eres libre de hacerlo!». Solo se trata de comprender que eres un proyecto que se puede exigir al máximo para «dar lo mejor de sí», esto es, para rendir al máximo. Pero esto no es más que otro canto de sirena con el que debemos tener cuidado, pues “El sujeto del rendimiento, que se pretende libre, es en realidad un esclavo. Es un esclavo absoluto, en la medida en que sin amo alguno se explota a sí mismo de forma voluntaria” (p. 12). Según Byung-Chul Han, esto nos lleva a una situación paradójica puesto que, en nombre de la libertad, el hombre ejerce presión y violencia contra sí mismo.
Como se ha visto hasta aquí, pensarlo es, sin lugar a dudas, el mejor de los casos. No importa cuando: en la antigüedad, en la modernidad o ahora; puede ser con la guía de Constant, Marx o Han. En todo caso, pensar la libertad es el mejor de los casos porque, por otro lado, está también la posibilidad, simple y llana, de gritar y vociferar «¡Libertad! ¡Libertad!» sin detenerse a meditar lo que se dice o, más bien, lo que significa.
Ese es el último riesgo: el grito, el alarido. Ya no debemos estar alertas solamente ante los bellos cantos de sirena, porque las sirenas ya no cantan, ahora gritan en la plaza pública o postean en cualquier red social. La ausencia del pensamiento y la presencia del escándalo mediático constituyen el escenario perfecto para matar y enterrar la libertad. Recientemente nos hemos dado cuenta que la mera consigna sobre el vitalismo de la libertad la aniquila: «¡Qué viva la libertad, carajo!» es, irreflexivamente, un epitafio para su sepulcro. Por eso se hace necesario arrebatar este concepto de aquellas voces que chillan, de aquellas fétidas bocas que la reducen y la instrumentalizan. ¿De qué manera podríamos hacerlo? ¡Sencillo! Preguntar(se) y pensar: ¿Qué entendemos hoy por libertad? ¿Quiénes son aquellos que tienen en boca dicho concepto? ¿Qué nos quieren decir con él? ¿Se ha convertido simplemente en una consigna? ¿Qué consecuencias trae esta conversión?
Para terminar, es necesario decir que quien haya llegado hasta aquí esperando encontrar una nueva definición del concepto de libertad debe arrojarse a los brazos de la desilusión porque quien escribe no es sirena ni esto constituye un canto. Esto se trata únicamente de una invitación a pensar(nos).
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