Sobre la inconveniencia de la democracia

Es cuestión de lógica, de causa y efecto, entender por qué las cosas tambalean constantemente y no alcanzan un punto de equilibrio. La democracia requiere autonomía, y la autonomía conocimiento sobre sí mismo. No habrá un pueblo auténticamente democrático sin una ciudadanía que encuentre y desarrolle su individualidad, que aprende a amar, que aprende a morir.”


La democracia es el sistema político ideal y la dictadura el más efectivo, dijo alguna vez un profesor por ahí. Para algunos es una aseveración fuerte, casi inmoral, pero de un idiota sólo puede esperarse una idiotez, y de una sociedad de idiotas, decisiones estúpidas. Causa y efecto: esa es la regla, en un mundo donde las cosas afectan y son afectadas según su naturaleza. Alguna concepción de la realidad le contempla como mero pensamiento y puro producto de la observación que per se filtra y acomoda lo visto a las estructuras de la comprensión humana. Esto le sonó bien alguna vez a un ecologista que, guiado por su subjetiva construcción de un mundo donde el amor todo lo puede, fue despedazado y comido por un oso que rondaba por un bosque. El que podamos llamar “idealismo” es un pajazo que la realidad vence de un martillazo en la cabeza. La experiencia estética es importante y las ideas que de ella se derivan también, pero hay que ir más allá para satisfacer la exigencia del conocimiento de la realidad, siempre elusiva, siempre desbordante.

Que la democracia sea el sistema político ideal no la hace un sistema político aplicable, al menos en el corto o mediano plazo. O sí, si lo que se busca es un borracho al volante, o un inepto en los balcones de la Casa de Nariño, y eso que varios de esos ya pasaron por ahí. El país se rueda por un volado sin un valle que le detenga, y la maleabilidad de las débiles consciencias se hace instrumento de poder por parte de quienes logran moldearlas a su antojo. Así, el gran triunfo es, en este sentido, la construcción de un trono para la vanidad de un pueblo, pero de un báculo para la regencia de quienes pueden. No tienen que ser invisibles, no tiene que recurrirse a una teoría de la conspiración. Hay que entender que, por difícil o chocante que suene, la vida no tiene precio que no se negocie y el gobierno del pueblo es la excusa de los verdaderamente poderosos para gobernar sin ser los culpables de nada. Esto es descaradamente patente cuando, por ejemplo, el enemigo del ambiente es el desprevenido ciudadano que se bañó cinco minutos más y no la petrolera que desperdicia galones y galones de agua. Ni siquiera la huella de carbono que pueda dejar un oficinista se puede comparar con la cachetada al planeta que al año propina una estrella de la farándula. O se nos recalentaron las tres neuronas que nos quedaron o seguimos con la necesidad y el deseo ardiente de medianoche por tener un pecado por confesar.

Ahora bien, ¿Para qué deseamos entregar los destinos de la sociedad a los que menos saben de eso? ¿Cómo entender que una persona que no sabe ni administrar su casa, ni su dinero, ni sus relaciones interpersonales está lo suficientemente capacitado para dar su voz y su voto en los temas más trascendentales de la vida en sociedad? Lógica, insisto. Es cuestión de lógica, de causa y efecto, entender por qué las cosas tambalean constantemente y no alcanzan un punto de equilibrio. La democracia requiere autonomía, y la autonomía conocimiento sobre sí mismo. No habrá un pueblo auténticamente democrático sin una ciudadanía que encuentre y desarrolle su individualidad, que aprende a amar, que aprende a morir. Individualidad, amor y muerte, tres temas oscuros, nunca acabados, velados tras la eterna falta de identidad y arraigo a una historia, a una ancestralidad, vergonzante tras el complejo que Fernando González llamase “de hijo de puta”. Sin esta construcción de individuo, se hace también imposible una sociedad estable en una unidad que reúna a sus miembros y, por tanto, inalcanzable el otro, inviable la cohesión, impracticable el amor: amor para sí, amor por el otro, amor por lo otro. Igualmente, quien no afronta su posibilidad más propia, la única cierta e indiscutible, la muerte, no comprenderá sus límites, su fragilidad y, por tanto, sus potencias, su vitalidad y oportunidades de crecimiento y perpetuación.

¿Qué queda entonces? ¿Dictadura? Muy pocos hombres realmente podrían ejercer tanto poder sin ser destruidos por él y, quienes pueden hacerlo, teniendo la daga sobre el pecho del prójimo, prefieren tirarla y seguir de largo. ¿Una aristocracia no hereditaria? Sería casi tan utópico como el establecimiento de un estado plenamente democrático. ¿Qué queda entonces? Educar para poner los pies sobre la tierra; educar para tener herramientas con las que vivir; educar para ser la chispa que espera en la penumbra que alguna cabeza se encienda y sea luz en el mundo. En definitiva, educación para aspirar a la formación –Selbstbildung-, hacia el autorreconocimiento, hacia la autenticidad. Sembrar y esperar. No hay más.

Juan Fernando Gallego Barbier

Estudiante de filosofía de la Universidad de Antioquia y técnico auxiliar en tanatopraxia. Buscador de mundos más allá para entender este más acá, particularmente desde la literatura, la poesía y la religión.

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