Un par de días atrás mi mamá, con un tono serio de reclamo, cercano a como si hubiera dejado pasar por alto algo realmente importante, llegó a mi cuarto y me dijo: “¿entonces tú solo escribes cuando estás triste?”… Se fue.
Y a decir verdad, me atrevería a creer que si fuera por mis textos publicados en el último año, han de pensar que vivo en una tusa eterna, que nostalgia es mi segundo nombre y que mi vida se parece más a cualquier bolero que se canta con un sinsabor ajeno, pero a fin de cuentas, propio.
Lo cierto es que mi mamá tiene un poquito de razón y ni siquiera es porque me conozca de principio a fin, sino más bien por esa cualidad que le aparece a las mamás de la misma forma en que a las abuelas les aparecen hilos en la caja de las galletas: por obra y gracias divina.
Mis letras solo se mueven por aquellos sentimientos que se me desbordan. Cuando estoy feliz, supongo que estoy ocupada viviendo. ¿No es acaso eso lo normal?
La felicidad desde esa pregunta me ha parecido un concepto sobrevalorado. Hace un par de meses, por ejemplo, que salí del mundo de planificación hormonal, el cual si me lo preguntan ha sido igual a salir del tres tipos de adicciones diferentes, dejé de llorar por muchas cosas que antes me hacían andar con pañuelitos en los bolsillos por si una lloradita se me atravesaba en la esquina.
Y ¡vaya sorpresa! Nunca se creerían lo muy triste que me hizo no volver a llorar porque sí, porque no y por si las moscas; me abrumaba sentirme decepcionada y no llorar, que mi celular me recordara una que otra sonrisa pasada que ya no tengo y no llorar y que sintiera entre la garganta y el corazón una punzada que incomodaba, pero no lo suficiente como para hacerme llorar… Aquí entonces lamenté dos cosas; la primera y más importante: señora Monna Lisa, si esto se siente ser tú, lo lamento mucho, y segundo, una vez más, terrible saber que no se valora lo que se tiene hasta que se pierde.
Leí hace poco que la felicidad siempre debía hablarse en plural y la tristeza en singular. Me resonó bellísimo en los pensamientos, pero hoy creo que es todo lo contrario.
Uno, en soledad, debería poder salir a caminar, juguetear con una sonrisa coqueta, sentir el sol en la piel, mirar el cielo en cualquiera de sus estados, hablarse bonito y sentirse con más ganas de vivir que ayer, pero no con tantas ganas como se sentirá mañana.
La tristeza, en cambio, debería ser lo compartido. El abrazo necesario cuando pesa el alma, la palabra precisa cuando uno no se encuentra y el soporte de saber que alguien nos mira cuando nosotros ya hemos dejado de percibirnos mientas andamos sobreviviendo. El otro a mí me ayuda a no morir y yo me ayudo a vivir.
Lo dejo como reflexión individual, apoyándome también en que no en vano uno de los grandes referentes del mundo del cine dijo alguna vez: “los ogros son como cebollas que tienen capas”.
Shrek ya lo sabía y ahora lo sabemos nosotros: las capas son ese vaivén de felicidades que creamos nosotros mismos, pero el centro es nuestra vulnerabilidad, esa que nos conecta con el otro y en donde realmente somos conscientes del lugar que habitamos, porque dejamos de idealizar y nos dedicamos solo a vivir.
Mi mamá ese día siguió con su vida normal, y yo haciendo lo que mejor sé hacer: sobrepensando más de la cuenta. Así que si este fuera el prólogo de un texto digno de ser libro, sería dedicado a ella, que me enseña cuando me confronta y me confronta cuando me enseña sin ni siquiera ser esa su intención.
Mami, aquí te lo resumo: yo no escribo cuando estoy triste, escribo cuando caigo en cuenta de que me estoy dando cuenta.
Qué bello artículo!
Por qué escribimos? A quién? Cuándo?
Me gustó mucho la reflexion final…
Gran pluma, Valentina. Enhorabuena!