Sobre el nihilismo y sobre “la muerte de Dios”

Habitualmente se asocia al nihilismo con un proceso corrosivo para la mentalidad y para los valores que constituyen el espíritu europeo desde Platón hasta la actualidad. Sin embargo, no podemos ceñirnos a una sola ecúmene, sino que hay que asumirlo como una condición existencial creciente que hoy por hoy cubre al globo.

La desestructuración de los cimientos ante el avance de lo inane, vale decir, el extravío de los sostenes religiosos, políticos y axiológicos pueden notarse mejor para la época del idealismo alemán y concomitantemente en la sociedad rusa del siglo XIX, ya que dicho término aparece tanto en una carta que Friedrich Jacobi le envía a Johann Fichte, así como en la novela “Padres e hijos” del escritor Iván Turguénev.

Friedrich Nietzsche nos advertía en su libro póstumo “La voluntad de poder” que el fantasma del nihilismo ya recorría como un virus al viejo continente. En suma: lo anterior se derrumbaba, fenecía, y por su misma naturaleza fútil, no parecía proponer ninguna salvación visible. Es conocida la idea nietzscheana sobre “la muerte de Dios”. En “La gaya ciencia” narra lo que revela un hombre desquiciado: “Yo os lo voy a decir, les gritó. ¡Nosotros le hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos somos sus asesinos! (…) ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros, que entierran a Dios? ¿Nada sentimos aún de la descomposición divina? ¡También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto!”. ¿Acaso hay algo más nihilista que semejante declaración? ¡Me temo que sí!

No olvidemos que al Dios al que se refería el “Loco de Turín” lo había sacrificado la sociedad. Por tal, luego de su entierro restaba por forjar un “Superhombre”. Razón por la cual la supuesta negación que expresaba este acontecimiento no era profundamente vacía. En el asesinato de Dios el verdugo era, sin duda, el hombre social: lo cual permitía un germen de esperanza, un tipo de salida que Martín Heidegger llamó “nihilismo extático”.

No obstante, hay un nihilismo mucho más puro y radical. Este fue el que expresó el filósofo y poeta Philipp Mainländer, gran lector de Arthur Schopenhauer y del que el propio “filósofo del martillo” se nutrió, aunque nunca hasta sus extremos. Este no postulaba un asesinato divino por volición humana, sino que la percepción de lo terrible de la existencia se debía a que Dios se había suicidado.

Según Mainländer antes de la creación estaba el Ser supremo en soledad y, por un acto de absoluta libertad, decidió quitarse la vida. Del ser deviene el no ser. De sus restos muertos surge nuestra realidad vacía, sin sentido y sin otro significado más que dirigirse ciegamente hacia su propia destrucción. La naturaleza va camino a su exterminio, no como una reversión de la pulsión del “eros”, sino como una necesidad de morir. El cosmos es dolor. No tiene objeto ni ningún propósito, asimismo nuestras vidas no poseen un plan más que la desaparición en la nada. Por ello, el acto más libre es seguir el sendero del cosmos cadavérico, el elegir el suicidio como acto de expiación para regresar al cementerio donde está eternamente la tumba de Dios. Pocos días después de publicar su obra cumbre “Filosofía de la redención” se ahorcó a la temprana edad de treinta y cinco años.

La tesis de Mainländer es incontestablemente original por la propuesta del “suicidio de Dios”, ya que nos da una respuesta considerable ante su indiferencia: quizás por ello la existencia tiende a su propia decrepitud.

La crisis del ente, la tristeza de haber nacido y la desesperanza transformada poco a poco en insoportable desesperación lleva a la desmesura de contemplar la muerte racional como una opción. No por nada Albert Camus abre su obra “El mito de Sísifo” con la conocida sentencia: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.

Llevado esto al siglo XXI, vemos que la devastación ha llegado a grados superlativos, de despecho, de congoja, sin futuro y con recursos escasos. El tejido político, social y espiritual están desgarrados y el tiempo pareciera haberse detenido en un presente insólito y nihil. Todo lo que antes se valoraba hoy se ha devaluado.

El nihilismo actual parece devorarlo todo: como en la novela de Michael Ende, “La historia interminable”, donde una entidad amorfa e insustancial absorbe la inmensidad, como el espectro de un absoluto vacío, tenebroso, que amenaza con “nirvanizar” el mundo, con tragarlo completamente dentro de su insaciabilidad. La imaginación, la fantasía y la esperanza se desgranan como si cayesen en un agujero negro.

Ya no resisten muchos más valores, cada quien ostenta los suyos, lo que quiere decir que no queda nada que no sea profanable. Todo está expuesto. Todo es verdad y nada es cierto. Es la agonía del ser. Donde los referentes se han depreciado y la historia no solo ha perdido su curso, sino que se ha esfumado en el océano de la inmediatez y la decadencia.

El actual estado de cosas está conduciendo a las sociedades demasiado lejos, hay una condición de esquizofrenia colectiva, de desaliento y de desesperanza. Cuando a la creación, por llamarla de alguna manera, se la lleva a su exacerbación probablemente tienda a la autoinmolación masiva, como se evidencia por la necesidad de aturdimiento, por el creciente cambio climático o por la constante amenaza latente de un apocalipsis nuclear donde, en palabras de Friedrich Hölderlin, “los dioses han huido” y nos han dejado librados a nuestra suerte.

Pero también es bueno tomarse un momento para la refutación. Tal vez el “nihilismo extático” del que hablaba Heidegger sea una posible salida o, ese hueco sordo en el que estamos metidos llegue a revertirse, es decir, puede que se rescate algo. Si Dios muere, aún está el hombre. Y el hombre, incluso dentro de su innegable tendencia al “thanatos” y ante el óbito cósmico quizás haga algo.

Es hora de redirigir nuestros sentidos. Hay cosas que existen pero que pocas veces miramos: la naturaleza, aquella que es poseedora de una belleza inigualable y que la percibimos con un complejo diseño. Esa captación mental revela que la misma subjetividad tiene la maravillosa potencia de valorar lo sublime, de ver lo invisible. Como decía Rudolf Steiner en su “Filosofía de la libertad”, la rosa no es bella por sí misma, lo es porque hay quien la observa, significando algo para alguien y ese fenómeno es un don del espíritu.

La vida “en sí” en el fondo es un misterio inconmensurable. El amor termina por clavarle una lanza en el corazón del derrotismo. Lo peor de la muerte de Dios es que no tenemos a quien echarle la culpa y, lo mejor, es que podemos construir por nosotros mismos la salvación. Así está la oportunidad para poner en marcha el tren del tiempo y levantar un sujeto que lo conduzca a través de edificar una nueva filosofía.

No olvidemos meditar en lo que realmente importa: que Nietzsche en un exceso de misericordia entró en crisis cuando no soportó que castigaran cruelmente a un caballo. Y como leí por allí alguna vez: “seguramente Mainländer pensó como pensó e hizo lo que hizo porque nunca fue amigo de un perro”; si esto fuese así, puede que no sea tarde.


Todas las columnas del autor en este enlace: Sergio Fuster

Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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